WaltraudMeier

Zum letzten mal

Berlín. 20/03/2016. Staatsoper im Schiller Theater. Wagner: Parsifal. Andreas Schager (Parsifal), Waltraud Meier (Kundry), René Pape (Gurnemanz), Wolfgang Koch (Amfortas), Tómas Tómasson (Klingsor) y otros. Dir. de escena: Dmitri Tcherniakov. Dir. musical: Daniel Barenboim.

Es difícil despedirse. Pero hay quien incluso demuestra su clase y su talla artística en su manera de decir adiós. Waltraud Meier ha sido y sigue siendo una de las últimas grandes damas de la ópera. Lejos de divismos, el suyo ha sido un imperio hecho de carisma y magnetismo, con un timbre de esmalte único y con una intensidad escénica imborrable. La temporada pasada se despidió de Isolda, primero en Berlín con Barenboim y finalmente en Múnich, el pasado verano. Ahora era turno de despedirse de Kundry, su otro gran papel. Junto con Isolda, ambos han sido en buena manera los roles de su vida, el cenit de su trayectoria artística.

Meier debutó como Kundry en 1983, nada menos que en Bayreuth, junto a James Levine y en la producción de Götz Friedrich. Más de treinta años después, zum letzten mal, Kundry volvía a tomar de la mano a Barenboim para cerrar el ciclo y despedirse de un papel que ha encarnado como pocas, situando su nombre en la estela de las Martha Mödl, Régine Crespin, Astrid Varnay, Leonie Rysanek y compañía. Meier ha sido sin la menor duda la Kundry de referencia de su generación. Recuerdo perfectamente hoy en día, como si fuese ayer, la impresión que me causó escucharla todavía en plenas facultades y aún en la sede de Unter den Linden de la Staatsoper de Berlín, en un Parsifal de 2009, con Daniel Barenboim y Plácido Domingo. Era tal la intensidad física que desprendía… Seductora, subyugante... 

A día de hoy Waltraud Meier sigue entregándose por completo, dando incluso más de lo que posee, como ha sido siempre marca de la casa en su trayectoria. Eso supone que su voz padece a estas alturas evidentes apuros y tensiones para resolver la franja más aguda del papel. ¿Pero a quién le importa eso, apenas cuatro notas menos timbradas y tensas, cuando se está ante la encarnación pura y dura de Kundry? Porque eso es lo que ha conseguido Meier, plegarse con el papel hasta un punto en el que algunos no podemos concebir el papel sin verla a ella. Por eso resulta impagable ver cómo dice adiós a uno de los papeles de su vida, con un respeto inmaculado por la música, por sus colegas y por supuesto por sí misma y por su legión de seguidores. 

A su lado brilló ciertamente el Parsifal de Andreas Schager, voz rutilante y robusta, con un metal genuino, en manos de un artista un tanto rudo, que poco a poco va limando sus acentos y el hacer general de su canto, más sensible y matizado esta vez que el año pasado en esta misma producción. Si prosigue por esta acertada senda, está llamado a ser el tenor dramático alemán de su generación, pudiendo firmar un Tannhäuser y un Siegfried de libro.

René Pape confirma una vez más su Gurnemanz de referencia, desgranado con una atención exquisita al texto, palabra por palabra, acentuado con detalle, vívido e intenso, nunca grandilocuente o tonante. Está Pape en un momento de forma extraordinario, aunando la madurez de varias décadas de oficio con una tono vocal revitalizado, sonando más firme y dúctil que hace apenas un lustro. Sobresaliente asimismo el Amfortas doliente y sofocado de Wolfgang Koch y el inquietante Klingsor que dibuja Tómas Tómasson, por momentos repulsivo en la caracterización que le brinda Tcherniakov

El Parsifal de Daniel Barenboim es cada vez más redondo, como si el poso que la obra va dejando en sus manos fuese filtrando su enfoque, ahora más puro y transparente, claro y nítido, de algún modo más meditado aunque no por ello más dilatado en tiempos y dinámicas. Simplemente más cerca de una espiritualidad franca y serena, por momentos cálido y esperanzado. Y qué decir a estas alturas de su conexión con la Staatskapelle de Berlín, una formación que ha moldeado a su antojo y que responde a su gesto como si fuese una verdadera prolongación de su batuta, ofreciendo un color sobresaliente y un grado casi infinito de intensidades en su ejecución.

Vista ya el año pasado, cuando se estrenó, la propuesta de Dmitri Tcherniakov se impone a través de un singular historicismo que hace de su Parsifal una suerte de genial revival de la imagen clásica que guardan nuestras retinas, con las escenografías originales concebidas para el estreno de la obra, aunque revisitadas aquí bajo las coordenadas de una dramaturgia mucho más cáustica. Con la precisión acostumbrada, detallista al extremo en el cuidado de la escenografía y la dirección de actores, Tcherniakov experimenta con las resonancias ortodoxas de Parsifal, proponiendo un viaje espiritual de resonancias teológicas. La propuesta es ambiciosa, respetuosa con el original y está resuelta con exquisita precisión; me atrevería a decir que está llamada a convertirse en un clásico de culto pasado un tiempo.