El carisma
Valencia. 14/05/2019. Palau de Les Arts. Verdi: Rigoletto. Leo Nucci, Celso Albelo, Maria Grazia Schiavo, Nino Surguladze, Marco Spotti, Marta Di Stefano, Gabriele Sagona, Alberto Bonifazio, Mark Sediuk, Arturo Espinosa, Olga Syniakova, Pau Armengol, Juliette Chauvet. Dir. de escena: Emilio Sagi. Dir. musical: Roberto Abbado.
En ocasiones a los críticos se nos plantea un serio dilema: ¿cómo discrepar abiertamente con las formas de un artista sin descalificarlo? Les digo esto porque, siendo franco, nunca he conectado con Leo Nucci. Quiero decir: su voz no me despierta un particular interés, su emisión me parece poco canónica y su estilo me resulta demasiado personal y a veces excéntrico. Pero le admiro y le respeto, qué duda cabe. Le admiro como es lógico y obligado admirar a quien lleva medio siglo sobre un escenario, con un arte que podrá no gustarme pero que nunca calificaría de ridículo. Y le respeto, porque se que es un profesional intachable, con sus personalismos, como todos los grandes seguramente, y con un regusto agridulce a la vieja escuela, con lo bueno y lo menos bueno que esto pueda tener. Pero ahí está: más de medio millar de funciones como Rigoletto a sus espaldas y en activo cuando bordea ya los ochenta años de edad (nació en 1942). Así pues, un respeto es lo mínimo que puedo tributarle, bien que no comparta su enfoque con el personaje. Lo cierto es que cuando alguien se convierte en un mito, y Nucci lo es, solo puede atribuirse a méritos propios. No será mi opción, pero al César lo que es del César.
Y es que el carisma ni se compra ni se vende. Y Leo Nucci lo tiene, posee algo genuino que consigue conectar de manera especial con el público. Debo decir, además, que para mi asombro encontré a Nucci menos cansado, con el instrumento en buena forma, con una proyección evidente y capaz de algún color inesperado, como en "Piangi, fanciulla", donde resolvió una media voz que desafiaba el paso del tiempo. Por supuesto, Un Rigoletto con Nucci es un Rigoletto con bis de la vendetta. No hay otra alternativa. No vamos a insistir una vez más en lo poco natural que resulta todo esto y en lo poco que contribuye a hacer del bis algo extraordinario, convertido ya en norma. Sea como fuere, Leo Nucci no será mi Rigoletto pero él es, sin duda, el Rigoletto de una época, y ante su honestidad hay que quitarse el sombrero.
Una delicia el Duque de Mantua de Celso Albelo. Un ejemplo de canto elegante, bien medido, delineando cada frase con una intención al servicio del texto, recreando de manera ideal a este simpar vividor, a ese crápula con el que a regañadientes llegamos incluso a simpatizar. La voz sonó plena y la emisión flexible, logrando plasmar pasajes de un belcanto admirable, como un excelso "E il sol dell´anima". Albelo lleva década y media paseando este rol por los principales escenarios de medio mundo y le ha cogido la medida de manera evidente. Logra algo extraordinario con este papel, trasladar la impresión al oyente de que suena fácil una escritura vocal que en realidad es muy comprometida y exigente. A su lado, Maria Grazia Schiavo exhibió lo mejor de la genuina escuela de canto italiana, con una voz pulcra y bien resuelta, de impecable fraseo, aunque por desgracia no bien rematada en el sobreagudo. Completaban el elenco, en los roles secundarios, la seductora y rotunda Maddalena de Nino Surguladze y el sonoro Sparafucile de Marco Spotti.
La producción de Emilio Sagi tiene ya unos años y a decir verdad no resulta demasiado estimulante. La escenografía de Ricardo Sánchez-Cuerda, con esa sucesión de rampas, no lo pone fácil a los solistas, en un constante subir y bajar. Y al final todo se sostiene por el hacer de los cantantes, singularmente con Nucci dando rienda suelta a su propia creación.
No terminé de entender la opción de Roberto Abbado en el foso, al frente de una excelsa Orquesta de la Comunidad Valenciana. Abbado empezó prometiendo una lectura intensa y dramática de la obra, con un extraordinario preludio. Pero más tarde osciló, sin aparente criterio, entre momentos de delicado lirismo y otros de agitadísima virulencia, como el Cortiggiani o la tormenta del último acto. Fue una dirección efectista y eficaz, pero sin un criterio demasiado claro y con algún exceso de decibelios, francamente innecesario.