Inspirada alegoría
Madrid. 06/06/2019. Teatro Real. Richard Strauss: Capriccio. Malin Byström, Josef Wagner, Norman Reinhardt, André Schuen, Christof Fischesser, Theresa Kronthaler, John Graham-hall, Leonor Bonilla, Juan José de León, Torben Jürgens. Dir. de escena: Christof Loy. Dir. musical: Asher Fisch.
El recurso reflexivo y metaoperístico -prima le parole o prima la musica- había tenido ya un firme recorrido antes de Richard Strauss, pero a buen seguro alcanzó con él su cenit, primero con Ariadne auf Naxos (1912, en su primera versión) y después con Capriccio (1942), treinta años más tarde. Última de las óperas del compositor muniqués, en realidad debiéramos hablar con más propiedad de su naturaleza tal y como él mismo la definió, no tanto como una ópera en el sentido habitual sino estrictamente como una "pieza conversacional para música" (Konversationsstück für Musik). Lejos de cerarr únicamente el catálogo operístico de Strauss, esta partitura clausura de algún modo toda una época, la del post-romanticismo en su más amplio sentido, con todas sus variantes, incluídas las más experimentales, en coqueteo constante con las vanguardias. En paralelo se cerraba también, de hecho se derrumbaba a pedazos, uno de los períodos más complejos de la historia de Europa: apenas dos días después del estreno en Múnich de este Capriccio, la ciudad sería bombardeada. Y es que esta obra nos habla también, a su manera, de un mundo que termina, de ese "mundo de ayer" que Stefan Zweig glosaría en un libro memorable. No en vano Zweig, de no haber fallecido prematuramente en Brasil, suicidándose junto a su esposa, debiera de haber completado el libreto para esta partitura, que fue ultimado sin embargo por Joseph Gregor, Clemens Krauss y el propio Richard Strauss.
Capriccio puede ser una pieza tediosa y reiterativa, precisamente porque su acción tiende a la nada, ostentando la discusión filósofica de fondo la primacía sobre la teatralidad propiamente dicha. Es pues un reto sumamente notable para cualquier director de escena que se atreva a escenificarla. Es complicado atender al mismo tiempo a ese recurso metaoperístico, con sus chanzas y mofas en torno a los compositores de antaño y los diversos estilos, sin descuidar la caracterización bien individualizada de los personajes principales, singularmente en el caso de la Condesa, que puede pasar sin pena ni gloria como una suerte de apocada Mariscala. Muy al contrario, en su nueva producción, que podrá verse más tarde en Zúrich, Christof Loy acierta al tomar la ligera intriga amorosa del libreto como un pretexto para sostener, en su reiteración, la circular reflexión que la obra plantea sobre la primacía de la música o la palabra. Una reiteración que podría conducir al tedio sin una atinada y poética dirección de actores, como la que aquí plantea Loy, que logra generar una sucesión de pequeños climax teatrales, sin los que la función dificilmente avanzaría con una lógica tan aplastante y fluida. En suma, un trabajo refinado y poético, que huye de toda trivialidad, logrando elevar la reflexión teórica del libreto a una genuina acción teatral.
Intachable, de principio a fin, el reparto reunido para la ocasión, encabezado por Malin Byström. Ciertamente en estado de gracia, la soprano sueca compone una Condesa nada inocente, el retrato de una mujer que se debate entre dos pasiones quizá incompatibles. Su actuación posee un gran magnetismo y se antoja genuina y sincera. Su instrumento, de firme presencia y grato timbre, recuerda por momentos al de la gran Condesa de las últimas décadas, la estadounidense Renée Fleming. Byström borda sin duda la escena final, con ese intenso monólogo que Strauss reservó para poner el broche final a su partitura.
Con esta producción, una de las mejores que hemos visto en el Real desde su llegada, Joan Matabosch confirma su buen conocimiento de la escena internacional, recurriendo a cantantes en franca progresión, como André Schuen o Norman Reinhardt, contrastados ya en escenarios centroeuropeos, si bien poco conocidos en nuestro país. Ambos solistas, como Olivier y Flamand respectivamente, sostienen con pasmosa naturalidad buena parte de la acción durante la velada. Ambos ofrecen también timbres sumamente gratos y bien empleados. Es una gratísima sorpresa escuchar a Christof Fischesser como La Roche, brindando toda una creación, con una expresividad increíble, sacando un partido extraordinario a su parte en el libreto. Lo mismo cabe decir del Conde de Josef Wagner, atinadísimo también en su cometido. Todo un guiño, incluso un lujo me atrevería a decir, la presencia del gran John Graham-Hall como Monsier Tape, con esa postrera aparición: en apenas unas líneas, el tenor británico nos recuerda cuan gran intérprete ha sido. Completando el cartel, las voes de Theresa Kronthaler (Clairon), Torben Jürgens (El mayordomo) y Leonor Bonilla y Juan José de León, como la pareja de cantantes italianos. Rara vez hemos visto sobre las tablas del Real un cartel tan compacto y sin fisuras.
Agradable sorpresa en el foso la labor de Asher Fisch, maestro israelí a quien recuerdo demasiados trabajos de brocha gorda en el foso de la Bayerische Staatosper de Múnich y otros teatros alemanes. En esta ocasión, a pesar del sonido un tanto mate que ofreció la Orquesta Sinfónica de Madrid, Fisch acertó con tiempos y dinámicas, planteando un discurso fluido y poético, no exento de tensión teatral y muy atento al devenir de la acción sobre las tablas.