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Juan Carlos Fernández-Nieto: "Los artistas tenemos el deber moral de defender la paz"

El pianista Juan Carlos Fernández-Nieto presenta nuevo disco: Iberian Dances, donde une a los pueblos de Rusia y el Cáucaso con el de España, en un emocionante viaje al teclado que recorre la obra de autores como Balakirev, Lyapunov, Machavariani y Albéniz. El destino ha querido que el lanzamiento del álbum coincida con el ataque de Rusia sobre Ucrania y, teniendo una fuerte conexión con el pueblo ruso, estas Iberian Dances se convierte en un símbolo de unión, de puntos en común, de diálogo. De todo ello hablamos con Juan Carlos, así como, por supuesto, de la labor del pianista, del artista como parte de su sociedad, o de cómo abordar la obra de Albéniz siendo un músico tan español como internacional.

Antes de todo, usted está muy vinculado a Rusia. Quisiera preguntarle cómo esta viviendo todos estos últimos acontecimientos, desde el punto de vista artístico.

Se está haciendo a los músicos, a los artistas, responsables de algo que, a lo mejor, no somos… pero, por otra parte, es muy importante saber que, como artistas, tenemos acceso a un altavoz enorme, de gran alcance, como es el escenario. ¡Y a través del lenguaje universal que es la música! En estos casos, ¡hay que posicionarse! Sobre todo quienes podemos hacerlo. Los artistas tenemos el deber moral de defender la paz, de decir ciertas cosas. Nuestra música, pero también nuestras palabras, pueden tener relevancia. No podemos tomar a la ligera el escenario.

Ha venido usted a la entrevista con una camisa tradicional ucraniana. A veces los símbolos, los actos, son ya más que suficientes.

En estos momentos hay que decir, claramente: no a la guerra. Y no un “no a la guerra” como lo hemos escuchado en otros momentos anteriores, como una proclama idealista y utópica. No se trata de quedar bien con todo el mundo. ¡Estamos ante una invasión que la está llevando a cabo una persona con nombre y apellidos! ¡No un país sobre otro! ¡Putin no es Rusia! Mi mujer es rusa y está asustada, triste. Los ciudadanos rusos están sufriendo también este ataque. Por otro lado, tenemos muchos amigos ucranianos, como quien me regaló esta camisa vyshyvanka. Su padre es ucraniano y su madre es rusa. Todo esto es muy cruel.

Al final, la verdadera música, no el mero ejercicio estético, comparte los valores sociales que le son inherentes al ser humano.

A veces no somos ni conscientes de la capacidad, del poder de la música. No sólo tiene un poder de comunicación, sino también de manipulación emocional. La música nos llega de forma más directa y más adentro que cualquier palabra. Ya puedes ser de piedra, que escuchas algunos compases de la Cuarta sinfonía de Brahms, o la Novena de Beethoven y te vas a emocionar. Precisamente por todo esto, los intérpretes debemos llevar la música hacia el bien común, que es la unión de todas las personas.

Desde estas coordenadas, presenta usted un disco, Iberian Dances, que surge desde lo nacional y, al mismo tiempo, desde el encuentro de distintos pueblos.

Exacto, surge precisamente por la unión de los pueblos. Por las similitudes que les unen: pulso, colores, reminiscencias… Regresando a mi amor por Rusia, hace unos años estuve de viaje con unos amigos de allí. En una dacha de unos conocidos, conocí a una mujer que era, físicamente, una copia de Soraya Sáenz de Santamaría. Hasta el punto que empecé, instintivamente, a hablarle en español (risas). Luego me dijeron que era de Georgia.  Me dio que pensar, la verdad. Recordé entonces que la primera vez que estudié Islamey, de Balakirev, me sonó a música española. Comencé a investigar conexiones y de ahí surgió este Iberian Dances que ahora presento en disco.

¿Qué fruto dieron aquellas investigaciones?

Georgia, Armenia, parte de Azerbaiyán y parte de Turquía, así como el norte del Cáucaso, toda esa región, era llamada por griegos y romanos como “Reino de Iberia”. Desde el siglo V a.C., hasta el siglo V d.C.  Los pilares de la tierra para los griegos eran el Cáucaso y no sé si Finisterre o Gibraltar. Ese era el mundo conocido. “Non plus ultra”, no había nada más. Cuando los georgianos migraron hacia aquí, nos llamaban “nuestros hermanos del oeste”, todos nosotros, formamos parte del mismo ente entrelazado. Estamos mucho más relacionados entre sí de lo que parece.

Toda la utopía mediterránea.

¡Eso es! Sobre esta base, he estado años investigando músicas que nos relacionan, que nos llevan de una región a otra.

Comienza el disco, como comentaba usted, con Islamey. ¿Cómo ha trabajado la pieza, que es tremendamente exigente?

En la época en que Islamey se compuso, 1869, España era, a ojos del resto de Europa, lo más exótico. Casi como si fuéramos una isla. Significábamos para ellos el orientalismo, lo exótico. A Balakirev le llama mucho la atención. Tiene, de hecho, una Obertura sobre temas españoles que, en realidad, es una orquestación de nuestro himno nacional. Islamey tiene un sabor oriental de aquella época, unas armonías, con las que no puedes asegurar, sin conocer la obra, que estés escuchando una obra 100% española. Es una obra, con sus cadencias, sus requiebros andaluces, que me atraparon desde el principio. Balakirev une todo ello a lo conocido como Nacionalismo, que no es otra cosa que la recuperación de las raíces, de lo folklórico, introduciéndolo en la tradición germánica. Para ello, las melodías de las danzas propias, con su propio color (una de los tártaros de Crimea y otra caucásica), se unen a armonías exóticas, que en este caso recuerdan a España.

Es una obra un tanto, exhibicionista, por decirlo de alguna manera. De hecho, Balakirev sentía gran admiración por Liszt.

Absolutamente. Él intenta hacer algo, como dice en sus propias cartas, en homenaje a Liszt. De ahí el virtuosismo tan grande que desprende la obra. Islamey se ha convertido en una obra de repertorio no sólo por su dificultad, que mucha gente tacha de imposible, sino también porque el propio Liszt la empezó a estudiar. La tuvo sobre su propio piano y ese es el mayor cumplido que Balakirev pudo haber recibido. Con todo, la dificultad de Islamey no es sólo ser capaz de dar las notas. Islamey es una obra increíblemente pianística. Es muy difícil de leer, pero lo que la convierte en una pieza tan complicada es la resistencia física y mental que requiere, mientras das razón de ser a las notas.

Darle sentido a lo que hay entre nota y nota… que es el quebradero de todo pianista.

¡Eso es! (risas). Sin embargo, Balakirev era muy buen compositor y muy buen pianista. Él mismo decía que los pasajes difíciles de Islamey son “dos o tres”, pero que son verdaderamente complicados. Se sabe que una de las razones por las que Skriabin se dañó la mano fue por estudiar fervorosamente esta partitura. El problema no es técnico, sino lo que hay más allá de la técnica.

De Balakirev, siguiendo a Liszt, llega en su disco a Sergei Lyapunov, un autor no muy conocido en nuestro país.

No lo es porque no fue un autor muy prolífico y porque no conocemos su repertorio, aunque en Rusia es muy conocido. Fue discípulo de Balakirev y quien orquestó, de hecho, su Islamey. Muy metido también en el folklorismo, el nacionalismo ruso, que hizo mucho por difundir la obra del Grupo de los cinco. Más que la suya propia. La pieza que toco en el disco: Lezginka, se conoce como la hermana pequeña de Islamey. Tiene muchísimas similitudes, como si fuera una versión-homenaje en versión reducida. ¡De igual forma que las Danzas polovtsianas de Borodin! Toman el mismo material de Islamey… ¡O Scheherezade! Balakirev e Islamey fueron el germen de muchas obras que vinieron después.

¿En el disco, junto a las piezas de Aleksandre Machavariani, juegan el papel transicional hacia Albéniz?

Sí, de alguna manera. El disco está planteado desde lo más lejano geográficamente de España hasta lo más cercano. Los cuatro primeros compases de Lezginka, si no la conoces, pueden sonarte, perfectamente, a Albéniz.

Machavariani, desde luego, ha sido todo un descubrimiento. También para mí. Es uno de los compositores más prominentes de la rama georgiana de la Unión Soviética. Estamos hablando ya de los años cincuenta del pasado siglo. El ritmo de la Danza está entre medias de Balakirev y Albéniz. Por otro lado, el Lago Bazaleti está muy ligado a la tradición oral de Georgia y tiene unos colores sensacionales, muy impresionistas, si me apura. Como la Iberia de Albéniz, que es muy española, pero muy impresionista al mismo tiempo. Al final, vuelvo a ello, lo que persigo es reivindicar las similitudes que hay entre las distintas culturas, no las diferencias.

Y de ahí, a Albéniz, un autor tan conocido, tan tocado y aparentemente popular, como complicado, en realidad.

Desde luego, es difícil no caer en clichés cuando se toca su música. No es, para nada, un problema, pero todos los pianistas españoles que grabamos a Albéniz tenemos en la memoria un referente insustituible como es Alicia de Larrocha. Genial. Gigante. No obstante, en el piano sucede como en nuestro propio país, que estamos formados de muchas culturas distintas. Alicia tenía su cultura y sus formas de acercarse a Albéniz. Su forma de ser, que la trasvasaba a su forma de tocar, que era fantástica. También tenemos la Iberia de Esteban Sánchez, que era una versión completamente diferente, muy emocional y también maravillosa. Lo que quiero decir con todo esto, es que no podemos reducir nuestra memoria de Albéniz a las formas de Alicia de Larrocha. Es algo con lo que ella no estaría de acuerdo.

De hecho, ella grabó varias versiones de las mismas piezas a lo largo de su vida…

¡Y en cada una de ellas suena diferente, pero igualmente genial! En mi caso, tengo claro que una versión nunca podrá hacer sombra a otra, que depende de cada persona. Es algo que ni quiero, ni busco. Mi versión es la forma que tengo de sentir mi país, habiendo vivido tanto tiempo fuera, además. Yo soy una amalgama de España. Nazco en Salamanca, pero en breve mi familia se muda a Figueres… donde mi padre trabajaba en La Junquera como el padre de Albéniz, en aduanas. De ahí nos volvemos a mudar a Castilla, luego viene Nueva York, y ahora Madrid. Me dejo llevar por cómo he vivido y cómo siento la música de Albéniz.

¿Cómo es, entonces, su Albéniz?

Siempre se entiende que la música española ha de ser muy rítmica, muy seca… como si fuese el idioma castellano. Decía Rubinstein que es totalmente rítmico. De ahí la forma de nuestras danzas… y todo lo que hace Albéniz en Iberia. Sin embargo, Albéniz tiene ese toque impresionista del que hablábamos antes, con el que yo le identifico. Muchas veces no le damos el crédito necesario: las sutilezas, las armonías, los colores… van mucho más allá de la pura rítmica. Esa es mi visión de ahora mismo. Quizá nos volvemos a ver dentro de 20 años y mi opinión ha cambiado… es lo que tiene la música que, como decíamos también al principio, es completamente inherente al ser humano. Sientes la música de la manera que eres tú.

Foto: David Rodríguez.