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CUESTIÓN DE QUÍMICA

Madrid. 04/11/19. Teatro Real. Donizetti: L'elisir d'amore. Juan Francisco Gatell (Nemorino). Brenda Rae (Adina). Alessandro Luongo (Belcore). Erwin Schrott (Dulcamara). Adriana González (Giannetta). Coro Intermezzo. Orquesta Sinfónica de Madrid. Damiano Michieletto, dirección de escena. Gianluca Capuano, dirección musical.

En el campo o en la playa, L'elisir d'amore, desengáñense, no es una comedia. Es, en cualquier caso, un melodramma giocoso, que puede parecer que sí, pero no es lo mismo. Si nos vamos hacia adelante o hacia atrás, escucharemos ópera cómique donizettiana como La fille du régiment, o Rita, o la primera versión de la farsa de Viva la mamma, por ejemplo. Se ajustan todas a cánones jocosos más delineados, más puros, pero la fórmula del melodrama con tintes más alegres, más cándidos que cómicos, se ajusta mejor a L’elisir y es algo que ya utilizó Donizetti en otros títulos como L’ajo nell’imbarazzo, Olivo e Pasquale, o Il campanello. Y es que lo de Nemorino, quien bebe del filtro amoroso de Tristan und Isolde, es más bien un drama,. Quizá por ello, su momento más conocido, Una furtiva lagrima, que ha de ser una página ilusionante, esperanzadora, feliz, se dote siempre de formas más bien nostálgicas y apesadumbradas.

Esta es una de las mayores creaciones de romanticismo bufo, aunque en realidad no hemos venido a reírnos, hemos venido a enamorarnos con la esperanza de no sufrir mucho por el camino. La consagración del amor platónico, de la idealización del ser amado, una vez más. Gracias a eso vive el Romanticismo, no nos olvidemos. Esa es la magia que esperamos en L’elisir. Donizetti dibuja emociones, personajes reales, sumergidos en esa candidez amable que supera o al menos toma una vía diferente a lo escuchado hasta ahora en las comedias rossinianas. Hay, además, cierta lucha de clases, en tanto en cuanto Nemorino, como proletariado, se refugia en esa cosa llamada amor, mientras que para los burgueses no deja de ser un entretenimiento, algo secundario (por cierto, no dejen de ir al cine a ver Parásitos, de Bong Joon-ho). A este retrato suma Romani en un simple trazo, unos personajes amables, delineados desde su nombre: Dulcamara proviene de una planta curativa del mismo nombre, formado por Dolce + Amaro en italiano (dulce y amargo), como tantas medicinas y Belcore es obvio que, en el fondo, tiene un buen corazón (Bello + Core). 

La pareja de futuros enamorados comienza interactuando a través de Tristán e Isolda... y ahí ya debería estar todo dicho. El personaje de Adina, que tiende a estereotiparse por la comedia italiana y las serpinas varias, frivolizando su libertad, es llevada al presente en una mujer que es libre “dèi seguir l’usanza mia, ogni dì cambiar d’amante” y que no ha de rendir cuentas a nadie… y que finalmente cae enamorada, o algo parecido. No intuimos un amor de esos que nos venden como capaz de escalar montañas y atravesar hondos ríos… pero han acabado juntos. A veces en la levedad del amor esta su superviviencia. A su lado, Nemorino, que es el bonachón por excelencia de la lírica. En esta producción de Damiano Michieletto, digamos que se le pule esa capa de aparente inocencia y se le caricaturiza en un grado mayor, mostrando un muchacho torpe, infantiloide, con el que sus relaciones entre los demás personajes se ven redimensionadas. Aquí todo es un punto más ácido, sin perder la comicidad. El amor - y los chutes que vende Dulcamara - son cuestión de química. Por lo demás, es una producción fresca, chispeante, realmente colorida y cuidada, que hace por ir más allá, llevando la acción a una playa donde el horterismo campa a sus anchas.

El reparto vocal tiene a unos protagonistas aceptables en las voces de Juan Francisco Gatell y Brenda Rae. El tenor argentino canta con intención y gusto, delinea tanto como sus medios le permiten y pone toda la carne en el asador en su vertiente actoral. Por su parte, la soprano compone una Adina que se mueve en la misma línea, con un instrumento algo limitado para el personaje, pero al que sabe sacar todo el provecho que le permite. Junto a ellos, el Belcore de Alessandro Luongo, que sí llega a verse sobrepasado por lo que su personaje necesita y el Dulcamara de Erwin Schrott, como siempre desmedido, con conocimiento de causa para saber llevarse aplausos y miradas.

Sí hay que destacar la encomiable labor de la soprano guatemalteca Adriana González como Giannetta y quien acaba de llevarse el primer premio en la última edición del Concurso Operalia, a cargo de Plácido Domingo. Sus medios, aun en un papel tan "pequeño" (no hay rol pequeño, ya saben), se muestran privilegiados, conscientes, serenos, trabajados. El mejor instrumento vocal entre los solistas, sin duda, además de una vis cómica intachable y disfrutable, teniendo en cuenta también la gran parte de tiempo que ha de pasar sobre el escenario.

Gianluca Capuano sustituye al previsto Stefano Montanari (sin que se de cuenta de ello en la web del Teatro Real), con una dirección con la que, quien escribe, no pudo conectar en ningún momento. Tintes historicistas en una aparente caprichosa elección de tiempos y dinámicas, de horroso estruendo por momentos (con un coro también demasiado elevado) y cuestionables decisiones en tantos otros. La desconexión de este Elisir vino desde el foso (separado de la escena en ocasiones), con cierta sorpresa, cuando hace nada disfruté con su Barbiere di Siviglia en Palermo, aunque no tanto con su Cenerentola junto a Bartoli.

Foto: Javier del Real.