Tosca alvarez radvanovsky javier del real 1

La diva que necesitamos

Madrid. 07/07/21. Teatro Real. Puccini: Tosca. Sondra Radvanovsky (Tosca). Joseph Calleja (Cavaradossi). Carlos Álvarez (Scarpia). Gerardo Bullón (Angelotti). Valeriano Lanchas (Sacristán). Mikeldi Atxalandabaso (Spoletta). David Lagares (Sciarrone). Inés Ballesteros (Pastor). Luis López Navarro (Carcelero). Coro Intermezzo. Pequeños Cantores de la JORCAM. Sinfónica de Madrid. Paco Azorín, dirección de escena. Nicola Luisotti, dirección musical.

Camino del Teatro Real para disfrutar de Tosca, me preguntaba un familiar, con quien vi a Anna Netrebko debutar el rol en el Met de Nueva York, si los operófilos no nos cansamos de ver una y otra vez la misma ópera. Todo depende, le contesté, pero ¿cómo cansarse, precisamente, de Tosca? La obra de Puccini viene a representar, en cierta medida, la cuadratura del círculo lírico. La obra de arte perfecta en representación de su tiempo, musicológicamente hablando, aunando música y drama de primer nivel. No sólo llevada con mano hábil por el compositor, sino con una visión extraordinaria del business, del juego, del efectismo teatral. Es ahí donde radica su éxito total. La puerta abierta en mitad de un camino donde, desde el poder de la música (de ese melodismo italiano al que él supo dar un giro de tuerca más), se da paso al de la palabra y, más allá de esta, al del teatro.

No importa las veces que podamos ver Tosca, incluso al contrario, en cada ocasión podremos disfrutarla aún más. No hablo de la interpretación, sino de la ópera en sí misma. Puccini nos atrapa con su melodía, con su trama, gracias a que nos hace cómplices de sus tres protagonistas. También del villano. Saber lo que le espera a cada uno de ellos antes de que ellos lo piensen siquiera, cuáles van a ser sus reacciones, sus palabras, nos hace disfrutar aún más de cada momento. Y es curioso porque, sin duda, Tosca es una obra atada por la tradición. Quizá sea esta la que consigue que siempre salga a flote, pero también el peso de su ancla provoca que muchos naufraguen al intentar desmarcarse, de una u otra forma, de las líneas marcadas por el triunvirato Puccini – Giacosa – Illica. La acción sucede en un momento concreto (y en menos de 24 horas), en tres lugares específicos de Roma, con un texto repleto de detalles históricos y particulares y ofreciendo, sin embargo, múltiples y posibles lecturas en sus esencias y sus mensajes. Complicado, parece, trasladarlos a otras coordenadas espaciales y temporales. No queda ahí la cosa; se ha de sumar la tradición de la interpretación, con la protagonista cantando Vissi d'arte arrodillada, por ejemplo y, como siempre, también la tradición propia con la que viaje cada espectador. 

En este sentido, la dirección de escena (y escenografía) de Paco Azorín parte de una idea tan básica como acertada, uniendo los lazos del poder que se extienden a lo largo de los tres actos. Así, el despacho de Scarpia en la segunda parte se ubica en la parte trasera del retablo de la iglesia del primer acto, sirviendo de tejado en la recta final. La Iglesia apoyando, sustentando el poder. La opresión, diría. Por eso no llego a comprender la paliza que los esbirros de Scarpia propinan al sacristán en el arranque de este montaje... máxime cuando este último acude también a Sant'Angelo para ver cómo se da caza a la pareja protagonista. 

Por supuesto, la propuesta presenta algunos puntos muy interesantes, como el juego de colores inmaculados blanco y azul de Tosca al final del primer acto, las miradas cómplices que se cuelan en el despacho de Scarpia y sus celdas laterales, o la introducción de la Revolución como personaje. Elección muy arriesgada, a tenor de los visto y leido en este tipo de incursiones, por lo general fallidas, ya sea Pasolini o desdoblamientos tipo Aix-en-Provence. Sin embargo, esta Revolución, inspirada en el mítico cuadro de Delacroix, La Libertad guiando al pueblo y encarnada por la actriz Anna Coll, se limita a aparecer en momentos clave de la obra: ayudando a esconderse a Angelotti, dándole el puñal a Tosca y acompañando a esta hacia la muerte. Aleja así Azorín las decisiones de los personajes de lo puramente pasional y lleva a primer plano el trasfondo histórico que sustenta la trama. Ah, y la revolución aparece desnuda, cuestión que, al parecer, escandaliza a parte del público, a tenor de sus reacciones. A 7 de julio de 2021, nos sigue sorprendiendo ver a una mujer desnuda sobre un escenario. Está visto que aún queda mucho camino... No sé, a mi me escandalizaría que, al parecer, el Teatro Real se haya propuesto, o aún se esté proponiendo, que Plácido Domingo cante en las funciones de Nabucco la temporada que viene. Anuncio tal sí que sería para revolucionarse.

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Por lo demás, la propuesta de Azorín se ve ensombrecida por una escenografía que tiende siempre al oscurantismo, muy de su firma y que recuerda a otros montajes suyos como pueden ser Il prigionero, Suor Angelica o María Moliner, por ejemplo. Gusta o no gusta, pero Azorín, en este aspecto, es reconocible y desde esta Roma puede trasladarnos tanto a su Celebració, como a su Vida de Galileo o su Rinoceronte. Al mismo tiempo, el vestuario de la protagonista se ha cambiado, firmado ahora por Ulises Mérida, con razonamientos vacíos que siempre van a parecer más una "petición" de alguna cantante, en este caso. Sin embargo, el mayor pero, a mi entender, se encuentra en recursos cuestionables, como Angelotti y Tosca tapándose con sendas mantas, o unos cortinajes rojos horrorosos en el segundo acto, junto a una escasa dirección actoral que nos hace ver un distanciamiento constante en la pareja amante o que Scarpia parezca lanzarse al puñal que Tosca sostiene. Quizá sea, incluso, buscado, pero no parece, en cualquier caso, coherente.

Quien sale peor parado, en este sentido, es el Scarpia de Carlos Álvarez, un tanto histriónico, en un personaje que no está cortado con su patrón, siempre nobilísimo. El perfil aquí mostrado parece querer humanizarlo, que lleguemos a ver a un pobre diablo (huyan de los pobres diablos) y toda su psicología se cae un tanto. Por supuesto, está cantado con excelsos medios y pintando sus frases con preclaro pincel, aunque sufra ante la orquestación pucciniana en determinados momentos y tienda a cantar en la corbata, dándose situaciones un tanto peculiares, como cuando, sólo en su despacho, corre por el escenario para que le de tiempo a cantar sus frases en la parte delantera.

El Cavaradossi de Joseph Calleja vino a afianzar las sensaciones del último recital que le escuché hace dos años (ahora todo es hace dos años) en el Festival de Peralada. Su revolucionario, está claro, canta y actúa desde la resistencia. Un timbre ancho, caudaloso y cálido, en principio ideal para el personaje, en un medios poderosos, de marcado vibrato stretto, que sufren al subir al agudo, mostrandose cierta suciedad en el paso. Actoralmente se mostró algo estático, con un personaje al que ya ha metido en su propia horma y que fue a más según avanzaba la noche.

¿Es Sondra Radvanovsky la diva que queremos? ¡Sí! ¿Es la que necesitamos? ¡También! Lo vengo diciendo: ha sido nombrada por Platea Magazine como la mejor soprano de la actualidad y una de las 100 personas más influyentes de la clásica; es, además, una artista cercana, sensible a las diversas sensibilidades y no hablo ya de música. Y comprometida. Sin frivolidades ni imposturas. Y canta de forma colosal (mi editor no me deja decirlo de forma más directa). Así lo ha demostrado una vez más, tras interpretar una pletórica Amelia de Un ballo in maschera a comienzos de esta temporada, en este mismo escenario, o con tres reinas donizettianas el pasado mayo en el Liceu. Lo ha vuelto hacer, ahora, con una Tosca de medios apabullantes, de insultante seguridad en los tres registros, increíble control de dinámicas y una espectacular proyección (la única a la que Luisotti no tapó). Una voz tan bella como poderosa. En el debe, una dicción mejorable en ocasiones, así como cierta afectación en puntos de la interpretación teatral, eclipsados, en cualquier caso por momentos estelares, de una intensidad dramática y canora de aquellas que uno sólo puede disfrutar veces contadas. Vocalmente, su tercer acto es una maravilla, con la caída del castillo más espectacular y real que he visto sobre un escenario. Los pelos de punta. De igual modo puede decirse de su segundo acto, que le llevó a bisar su famosa aria, eso sí, tras dos, tres minutos de aplausos.

Entre los comprimarios, destacar el Angelotti de Gerardo Bullón, un artista que cada vez me tiene más obnubilado ante la honradez y categoría no ya de su instrumento, sino de su carrera, sin las absurdas impostaciones de tantos compañeros por querer alcanzar mayor fama. Su canto es arte, sus medios excelsos. Sin más. Muy acertado, igualmente, el Sacristán de Valeriano Lanchas y adecuados el resto de personajes. Asimismo, excelente el coro Intermezzo y mención especial a los Pequeños cantores de la JORCAM. Desde el foso, la dirección de Nicola Luisotti resultó, una vez más, acertadamente efusiva y lírica, subida en decibelios en ocasiones, con momentos de alto voltaje y teatralidad, dando su espacio también a sublimes paisajes más recogidos. El comienzo del tercer acto, por ejemplo, especialmente en la cuerda grave y con el extraordinario clarinete de Luis Miguel Méndez, fue una de las mejores páginas de la noche. Con todo, seguramente el mayor acierto del maestro italiano sea el de saber acompañar a los cantantes, especialmente la pareja protagonista, de medios tan distintos, dando todo el sostén necesario a las amplias frases de Radvanovsky, incluídos finales mantenidos. ¡Esta ha sido una Tosca con Tosca!

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Fotos: Javier del Real.