Gavilanes reparto alternativo zarzuela elena del real 1

La juventud y el amor

Estas reflexiones comparten líneas con algunas ya publicadas respecto al reparto principal de la producción, que pueden leer en este enlace.

Madrid. 14/10/21. Teatro de la Zarzuela. Guerrero: Los gavilanes. Javier Franco (Juan). Sandra Ferrández (Adriana). Alejandro del Cerro (Gustavo). Leonor Bonilla (Rosaura). Lander Iglesias (Clarivan). Esteve Ferrer (Triquet). Ana Goya (Leontina), entre otros. Coro del Teatro de la Zazuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Mario Gas, dirección de escena. Jordi Bernàcer, dirección musical.

“Y me valoraste las rosas,
poniéndole precio al jardín.
Y fueron tomando las cosas
un tono metálico y ruin.”

Mazazo, Rafael de León.

"No se compra con dinero la juventud y el amor", nos repiten una y otra vez en Los gavilanes. Vaya por delante: El día 14 salí más joven (de espíritu) y más enamorado del Teatro de la Zarzuela. El precio de esa felicidad, una entrada en sus butacas. Bien barato. Y es que no será por boleros, coplas y hasta versos del Siglo de Oro que nos han mostrado cómo el poderoso caballero don dinero puede significarlo todo, aunque a menudo lo parezca. Es la moraleja que, como decía, también nos enseña Jacinto Guerrero con esta zarzuela. Por lo demás, una de las grandes tapadas del género predecesora de títulos emblemáticos como El caserío (1926) o Luisa Fernanda (1932), con una milagrosa facilidad para el melodismo, incluso cuando era el quinto título que el compositor estrenaba ese mismo año. Todas ellas, por cierto, con algunos de los libretistas más destacados del momento y habituales en sus títulos como José Fernández del Villar, Antonio Paso o Pedro Muñoz Seca. Para estos Gavilanes, Guerrero recurre a José Ramos Martín en una de sus últimas colaboraciones, tras éxitos anteriores del binomio como La alsaciana o La montería y antes de que el músico continuase con una ensalada de nombres como los Millán Astray, Arniches, Luca de Tena, Poncela o Fernández Shaw, sin que ninguna de sus obras posteriores alcanzase el renombre de Los gavilanes.

Nacida en 1923, en una época de cambio y experimentación musical, donde Stravinsky ya había estrenado La consegración de la primavera o Prokofiev sus tres primeros conciertos para piano, la partitura de Guerrero regresa, no obstante, al formato grande, alejándose del género chico que tan de moda había estado entre la generación anterior y como hicieran, en los últimos brillos zarzueleros, Vives (Doña Francisquita), Sorozábal (La del manojo de rosas, La tabernera del puerto...) o la mencionada Luisa Fernanda de Torroba. Pensemos, por afinar aún más las coordenadas, que dentro de nuestras fronteras se estrena el mismo año la ópera Marianela, de Pahissa (recuperada por el Teatro de la Zarzuela en 2020), un cóctel molotov relleno de Debussy, Wagner, Strauss y Schoenberg. El compositor toledano, es cierto, se mueve en latitudes completamente diferentes. De hecho, la crítica llegó a tildarle en su momento de ser un compositor "cómodo", pero esa comodidad era la que el público aplaudía. Así, como decía, por su continua melodía, pegadiza hasta la médula, ya sólo su primer acto es una maravilla. Mi aldea, Palomita, palomita, Dulce tormento que amores siento, Nación del oro, Soy mozo y enamorado... ¡Es un no parar! Es imposible no gozar y no salir tarareando alguna de ellas del teatro. No menos cierto es que algunas páginas (No hay por que gemir, Amigos, siempre amigos) se vuelven demasiado populistas y afectadas, pero, ¿acaso vas a quitarle el glaseado al mejor pastel cuando te sientas a comerlo? ¡No! Disfrutas de la manduca hasta llenarte las cejas de azúcar.

Sobre el equipo de cantantes reunido para este cast alternativo, hay que seguir aplaudiendo al Teatro de la Zarzuela. Es obligación de un escenario de esta naturaleza, decía en mi crítica del reparto principal, el conseguir que todos los cantantes españoles quieran estar - y estén - en sus temporadas. Doblar la apuesta, ofreciendo dos repartos solventes y muy disfrutables para un mismo título, es algo que va más allá de pagar cachés. Es hacer atractivo un teatro a los artistas y, por ende, al público. Cuidar al artista de aquí, como también hacen, realmente, otros directores artísticos como Víctor García de Gomar o Javier Menéndez, pero pudiendo tener, siempre, como escaparate, el situado en la calle Jovellanos. En esta ocasión, hemos asistido a todo un curso de lo que es cantar bonito. Cantar bien. Y cantar bonito, que no siempre van de la mano. El Juan de Javier Franco es fiel a su estilo y presenta un personaje total, trabajado, porque aquí sí, en este reparto se actúa y se actúa muy bien. Un Juan que busca el detalle en el decir, en el juego de sus frases ya desde su página de salida, Mi aldea. La línea de canto se muestra homogénea, buscando dinámicas y con facilidad en la frecuentada zona aguda del personaje, ofreciendo siempre lo mejor de sí mismo. A su lado, su antigua amada, Adriana, que fue estrenada por la tiple Emilia Iglesias. Su particella obliga a decidir sobre qué tipo de voz actual resulta más adecuada para interpretarlo. En las últimas ocasiones sobre estas tablas la han cantado sopranos como Milagros Martín y Josefina Meneses. De hecho, en la grabación con Argenta, Teresa Berganza canta el papel de la hija y Adriana es de nuevo cantada por una soprano, Toñy Rosado. Es por tanto un papel complicado para cualquier mezzosoprano. Sin embargo, Sandra Ferrández mostró una voz siempre homogénea para darle vida, de rica zona media y solventes franja aguda y grave, sin que su instrumento sonase forzado en ningún momento. Y siempre acompañado de una excelente aportación dramática, justa, concisa.

Adriana volvió a estar en muy buenas manos, en esta ocasión las de Leonor Bonilla. El canto de la soprano sevillana, siempre bello y diáfano se unió a una excelente desenvoltura dramática sobre el escenario. Muy poco papel para tan grandes cantantes que le están dando vida. Completaba el cuarteto "amoroso" el Gustavo de Alejandro del Cerro, con un timbre siempre bello, de formas encendidas, un punto arrebatadas cuando la parte lo requiere (su interrupción del baile fue uno de los momentos de la noche) y un agudo desenvuelto. Magnífico en su página solista, Flor roja, cincelada con gusto y en sus propias formas, y muy acertado, también, en lo actoral.

Entre el equipo de comprimarios y secundarios reunidos para este título, destacaron de nuevo el Clariván de Lander Iglesias y el Triquet de Esteve Ferrer, con el punto justo de comicidad, sin histrionismos, aún más redondos y perfilados que la primera vez que les ví. El sargento me parece realmente impecable. Del mismo modo el Camilo de Enrique Baquerizo y la Renata de Trinidad Iglesias, todos ellos grandes profesionales con mucho recorrido sobre las tablas. Tiene Iglesias, por cierto, un gesto pequeño, de poderosa fuerza al mismo tiempo, de esos que le otorgan toda realidad a un personaje, cuando, en el concertante que cierra el segundo acto, interpone su brazo entre sus hijas y Juan, al ver que va a comprar su matrimonio con Rosaura, de la misma edad que aquellas. Entre una función y otra de Gavilanes, fui al cine a ver la última de Almodóvar y ahí estaba ella, en un papel secundario de Madres Paralelas. Enseguida volví a caer en lo afortunados y afortunadas que somos en la Zarzuela, donde no sólo podemos disfrutar de grandes cantantes, sino de grandes actrices y actores. En fin, sólo con actrices de Almodóvar que han pisado su escenario en las últimas temporadas podría haberse montado una película: Rossy de Palma, Julieta Serrano, Marisa Paredes, Emma Suárez...   

Igualmente disfrutables la Nita de Mar Esteve y la Emma de Raquel del Pino, esta última última participante del Proyecto Zarza del Teatro de la Zarzuela. Ya por último, la agradable sorpresa de ver a la siempre bienvenida Ana Goya fuera de un papel cómico, como la abuela mala, malísima de la obra, un poco como la Madre de la Pantoja. Mirando por la estirpe, por el negocio, que ser pobre cuesta una cantidad enorme de dinero, que escribiera el peruano César Vallejo. Ese es el twist que uno, personalmente, hubiese recibido de buena gana en este título: la Pantoja, su madre, el hombre que vuelve de Perú tipo Omar Montes, Isabelita... pero quizá alguien hubiese prendido fuego al teatro tras el estreno. Es algo de lo que la dirección de esta casa parece ser consciente y por ello vuelve a presentarnos una apuesta muy respetuosa, unos pasos (tan sólo unos pasos) por delante del cartón piedra.

Es lo que uno espera ver cuando va a ver una obra dirigira por Mario Gas: Teatro. Ni más, ni menos. Un teatro orgánico, que fluye por su cauce natural y original. En este caso, además, todo camina junto a la música. Incluso se toma con humor esos dos números populistas que son No hay por que gemir y Amigos, siempre amigos, llevándolos hasta la corbata y queriendo hacer partícipe al público de ellos, siguiendo el juego del compositor al romper la cuarta pared. Su dirección se sostiene, por otro lado, en la puesta en escena firmada por Ezio Frigerio, en colaboración con Riccardo Massironi, sobre unas bellas audiovisuales, muy plásticas de Sergio Metalli que cobran vida y que ganan muchos enteros en directo, sin que las fotografías realizadas a la producción le hagan justicia. Supongo que será una producción muy cómoda de girar en los próximos años. Tras dos funciones vistas, sigo sin comprender del todo la estructura metálica, que me recuerda al Viaducto de Garabit o el Pont de Ferro en Girona, ambos firmadaos por la compañía Eiffel, quizá ahí el guiño... y que va cerrándose a medida que se realiza el nudo de la acción, con un espacio más opresivo, que se libera con el final feliz. O quizá estoy pensando demasiado. Por su parte, el vestuario de Franca Squarciapino, muy bello y detallista, con reminiscencias a la colorida y floreada Provenza donde transcurre la trama original... ¿Por qué se llevaría Guerrero el argumento hasta Francia, con tanta historia de indianos y migrantes con la que cuenta nuestro país, desde Girona hasta A Coruña?

Desde el foso, la Orquesta de la Comunidad de Madrid siguió sonando mermada en manos de Jordi Bernàcer, imagino, por lo escuchado, que aún sin el 100% de los atriles requeridos debido al coronavirus, aunque esta vez se consiguió un sonido más nítido, más pulido a medida, especialmente, que avanzaba la obra. De igual modo ocurrió con el Coro del Teatro de la Zarzuela, mostrando sólo a 16 profesores y profesoras, siempre estimables incluso cantando con mascarilla, en un título que, a todas luces, parece requerir mayor presencia coral, con una presencia continuada y decisiva sobre el escenario. 

Hablaba antes de Madres paralelas. Algo que me gusta mucho de Almodóvar es que su cine avanza con la sociedad, con los tiempos. Es sensible a ellos. Y eso es algo maravilloso que todos deberíamos hacer. ¡Cómo hace el pueblo de Gavilanes! Es la sociedad, la Aldea de Juan quien rechaza su intención de comprar a una muchacha, como era tradición antiguamente, para avanzar como ciudadanía y como individuos. Las tradiciones son esclavas de tiempos concretos, por lo general pretéritos. Hay una de ellas en la lírica que a muchos nos golpea cada vez que termina una función. Si en Gavilanes el protagonista es Juan, ¿por qué ha de ir una mujer a buscar al director de orquesta? ¡Me siento tan absurdo realizando esta pregunta en 2021! ¿Por qué en la lírica ha de ir siempre una mujer a buscar al director de orquesta en los saludos finales? ¿Por qué no sabe salir solo al escenario como el resto de artistas, como el director del coro? ¿Por tradición? No. Por machismo. Y el machismo no es una tradición, es una imposición de la que hay que liberar a la lírica (como de tantas otras). El teatro que tome medidas respecto a este signo tan visible de sometimiento tendrá el aplauso de la sociedad que le da razón de ser. Por lo pronto,  siempre que suceda, este insignificante escriba realizará esta reflexión en cada una de sus críticas de producciones líricas.

Foto: Elena del Real.