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El desencantamiento

Berlín. 1-9/10/2022. Staatsoper de Berlín. Wagner: El anillo del nibelungo. Staatskapelle de Berlín. Dmitri Tcherniakov, dirección de escena. Christian Thielemann, dirección musical.

Introducción

Gran expectación la generada por este nuevo Anillo de Richard Wagner en la Staatsoper de Berlín. Se trataba de una producción largamente esperada, originalmente prevista para estrenarse en 2020 y pospuesta a causa de la pandemia. Finalmente iba a suponer la celebración por anticipado del 80 cumpleaños de Daniel Barenboim, el alma mater de la casa y un wagneriano consumado. Sin embargo, la salud le ha impedido estar en el foso durante estas representaciones, que han contado finalmente con la batuta de Christian Thielemann.

Normalmente los teatros se atreven a acometer una nueva producción del Anillo de Richard Wagner a lo largo de varias temporadas. Sin embargo, la Staatsoper de Berlín ha querido dar un golpe de efecto, reclamando su posición como uno de los mejores coliseos del mundo, poniendo en pie su nuevo Ring en el transcurso de una misma semana. 

 

La escena

Saludado con un sonoro abucheo en la última noche, Dmitri Tcherniakov firma uno de sus trabajos menos logrados. Y no por irreverente o por provocador, sino por inconsistente y falto de ideas. 

En pocas palabras, Tcherniakov decepciona por sus medias tintas. Intenta huir de lo literal y meramente narrativo esbozando en el Oro algunas ideas sugerentes (tradición y ciencia, el oro entendido como la mente, un tesoro por escrutar) que quedan en agua de borrajas en las siguientes jornadas. 

Eludiendo el elemento mágico y legendario, que ridiculiza y parodia a menudo (singularmente en Das Rheingold), sin embargo no tiene el arrojo de hacerlo del todo, a fondo y sin medias tintas. Tcherniakov no muerde, su Anillo es como un blando apretón de manos, con afán de epatar pero sin la capacidad para hacerlo. 

Toda la acción se sitúa en un laboratorio experimental con las iniciales E.S.C.H.E (fresno, en alemán, un árbol ciertamente emblemático para la simbología del Anillo), orientado a indagar sobre la evolución de la especie, la mente humana, etc. En sus diversas salas (laboratorio, auditorio, despachos, etc.) va transcurriendo la acción, metida ciertamente a calzador con respecto al libreto, de cuya literalidad Tcherniakov parecer querer huir pero a la postre no sabe cómo.

Hay buenos detalles aquí y allá, sobre todo en el plano de la dirección de actores y sabiendo Tcherniakov aprovechar bien las capacidades de algunos intérpretes como Michael Volle. Así, la idea de un Wotan presente casi siempre en escena, escrutando la acción se antoja atinada, pero no es tampoco un hallazgo fuera de serie y no aporta al final ninguna dramaturgia consistente.

La caracterización de Siegfried como una suerte de hooligan aniñado que solo sabe romperlo todo tiene un pase en una primera instancia, pero después nuevamente no lleva a ninguna parte y se convierte en una huida hacia adelante que lastra de hecho toda la acción en Siegfried y en el Ocaso. 

¿Qué sentido tiene tanta parodia para al final incluir en escena una espada, una lanza, etc.? ¿Por qué unos elementos mitológicos le resultan válidos a Tcherniakov y otros no? ¿Dónde está el criterio? 

Los personajes envejecen de manera notable a lo largo de las cuatro jornadas, llegando a ser auténticos ancianos ya en el Ocaso. Es, de nuevo, una buena idea pero no conduce a ninguna parte, no se resuelve en ningún momento en el marco de una dramaturgia realmente elaborada o sugerente.

La sensación general, así, es la de que el Anillo ha sobrepasado a Tcherniakov. A diferencia de su trabajo en Berlín con Parsifal y con Tristan und Isolde, donde firmó dos propuestas de gran relevancia, este Ring ha sido una importante decepción, sobre todo porque se esperaba de él un trabajo genial y no ha ofrecido otra cosa que una propuesta mediocre en el plano intelectual. Como mucho, cabría ‘comprar’ la propuesta de Tcherniakov dentro de una clave distópica, en todo caso resuelta de manera confusa y poco afortunada. 

Irreprochable en todo caso el trabajo de su equipo, con la elaboradísima escenografía a cargo de Gelb Filshtinsky, habitual colaborador del regista ruso en estas lides, y el atinado vestuario que firma aquí Elena Zaytseva.

 

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El foso 

En términos musicales, el Anillo de Christian Thielemann se mueve sobre todo en el plano de la realización técnica. Más preocupado a menudo por la forma que por la expresión, narrativo aunque no siempre nítido, más blando que caluroso, más pomposo que con genuina tensión. Obviamente hay magisterio y destreza en su manejo de la extensa partitura. Pero no cabe hablar de un Anillo descollante. Ya no es cuestión de comparar con lo que podría haber sido con Barenboim, sería absurdo; pero ciertamente el enfoque ha sido muy diverso, se diría incluso que paradójicamente contagiado Thielemann de la asepsia y distanciamiento con los que Tcherniakov plantea su regia.  

La más de las veces Thielemann tiende a un fraseo largo, aunque no necesariamente lento, recreándose, más en una clave contemplativa que expresiva. En este desarrollo, como es lógico, se producen brillantes hallazgos, desgranando por momentos el Anillo casi como si se tratase de música de cámara. Y esto sin resultar analítico en extremo, lo cual no deja de ser una virtud en el hacer de Thielemann, insisto, siempre narrativo, teatral, como afirmando que la verdadera realidad del Anillo discurre en el foso.  

Más allá de los pasajes más célebres y rimbombantes del Anillo, donde Thielemann tendió a sonar un tanto pomposo y exhibicionista (fue el caso del final de Siegfried, sobre todo), sorprendió sobremanera la concisión narrativa con la que desgranó algunas escenas complicadas, como el extenso monólogo de Wotan del segundo acto de Die Walküre, jamás escuchado con semejante tensión y fluidez. Y lo mismo cabe decir del encuentro entre Brünnhilde y Waltraute en el Ocaso, brillante aquí Thielemann en el acompañamiento a la palabra, generando el diálogo desde el mismo foso.

En una reciente entrevista el propio Christian Thielemann evocaba los orígenes su relación con Daniel Barenboim, cuando fue su asistente para Tristan und Isolde en la Deutsche Oper de Berlín, hace ahora cuarenta años. Y sin embargo, por más que se haya querido normalizar esta cesión del testigo para este Anillo, no hay dos estilos wagnerianos más diversos que los de Thielemann y Barenboim (cabría añadir un tercer enfoque hoy en día, el de Petrenko, aún más diverso si cabe).

En líneas generales creo que cabe afirmar que ha sido un Wagner muy distinto al que habría deparado Barenboim, mucho más caluroso y comunicativo que Thielemann, aunque quizá menos sistemático y narrativo que como ha resultado este.

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Muy importante el nivel demostrado por la Staatskapelle de Berlín, que había tenido un periplo de ensayos complicado, al caer Barenboim del cartel, asumiendo su asistente Thomas Guggeis el grueso de los ensayos y rematando Thielemann a su llegada los preparativos, haciéndose cargo ya el berlinés del ensayo general de las cuatro jornadas. Así y todo, estamos ante una formación sumamente solvente, brillante por momentos, con pilares tan sólidos como la oboísta española Cristina Gómez Godoy.

Me quedaría, así, sobre todo con la exquisita labor de las maderas, muy bien resaltadas por Thielemann durante todo el Anillo, con momentos realmente hermosos. La cuerda de la Staatskapelle posee un color y una textura fabulosas, realmente idóneas para esta narrativa wagneriana, e igualmente Thielemann supo aprovechar toda su paleta de intensidades y dinámicas. Quizá decepción puntualmente la sección de metales, con algunos sonidos más destemplados, siempre dentro de un nivel sobresaliente, entiéndanme.

En otro orden de cosas, y como nota al margen, Thielemann es el berlinés al que todos respetan pero al que nadie quiere, si me permiten el sarcasmo. Y es que terminó en su día con cajas destempladas su etapa al frente de la Deutsche Oper de Berlín, entre 1997 y 2004. Y en 2015 Kirill Petrenko le arrebató la titularidad de los Berliner Philharmoniker, tan codiciada por Thielemann, quien ahora está libre, terminados sus compromisos en Bayreuth y en Dresde. Se abre no obstante ahora una ventana de oportunidad para él en la Staastoper de Berlín, donde Daniel Barenboim expira su contrato en 2027. Thielemann podría reinar aquí entre tanto, asumiendo Barenboim una figura honorífica, conforme su salud le permita retomar una agenda importante. El público local parecía tenerlo claro, aunque la aclamación popular creo que fue a menos, desde la ovación memorable en el Oro hacia el aplauso entusiasta en el Ocaso.

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Las voces 

La practica totalidad de los cantantes reunidos para este Anillo, exceptuando aquellos más jóvenes como el tenor Robert Watson (Siegmund), han sido habituales en los títulos wagnerianos que Daniel Barenboim ha dirigido en Berlín en los últimos años. Es el caso de Michael Volle, Anja Kampe, Andreas Schwager y Johannes Martin Kränzle, entre otros.  

De todo el elenco cabe resaltar sin duda alguna la labor de Michael Volle, quien habiendo bordeado ya los sesenta años de edad canta la parte de Wotan/Wander con una autoridad incontestable. Por su autoridad vocal, por su sobresaliente desenvoltura actoral, por su manera de decir el texto… realmente por todo, cabe hablar de una encarnación memorable. Cada vez que pisaba el escenario, la representación ganaba enteros. Y desde un punto de vista vocal, apenas manifestó una levísima fatiga hacia el final de Die Walküre, algo absolutamente nimio.

Anja Kampe debutaba como Brünnhilde en Siegfried y en Götterdämmerung, no así en Walküre, que ya había cantado en Salzburgo, en 2017, precisamente con Thielemann en el foso. La soprano alemana tiene el empaque y el estilo que se esperan para una Brünnhilde, si bien su instrumento flaquea en el tercio agudo. No por cantar con más arrojo, se llega más arriba, por mucho que sea el empeño. Estamos ante una artista completa, denodada, comunicativa pero su tentativa con el rol de Brünnhilde no pasará a la historia, sencillamente, porque no tiene los medios que el papel demanda. Su instrumento no tiene el metal debido, no es una voz heroica, com mucho puede pasar a veces por dramática, pero es más bien una soprano lírica ensanchada y que tiende, inevitablemente, a tensar su emisión en el agudo, rozando el grito en más de una ocasión. Cabe quedarse, en todo caso, con algunas frases más líricas, donde la calidez del fraseo se encontró con el arropamiento de Thielemann en el foso.

Andreas Schager fue un Siegfried referencial, cantando su parte con fuerza pero sin esfuerzo, con arrojo e ímpetu constantes, con una naturalidad casi insultante. Es cierto que en la franja media se echaron de menos algunos sonidos más modulados, un canto un punto menos exhibicionista. Pero en todo caso, pocas veces se escucha un Siegfried así de desahogado y firme. Y su compromiso con la puesta en escena no pudo ser mayor.

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Mika Kares asumió con fortuna las partes de Fasolt, Hunding y Hagen. Su voz es más sonora que imponente, pero seguramente no tenga hoy rival con este repertorio. Su enorme planta acompaña en el plano físico a la contundencia de su voz. Muy sólido también el veterano Peter Rose como Fafner.

La Sieglinde encarnada por Vida Miknevičiūtė fue ejemplar en su derroche de medios y en el ardor de su canto. Su esfuerzo por mimetizarse por la propuesta de Tcherniakov fue asimismo encomiable. La solista lituana posee un instrumento sonoro, rotundo, flexible, llamado sin duda a mayores empeños con este repertorio.

Su compañero en Die Walküre, el joven tenor Robert Watson como Siegmund, fue injustamente abucheado y se le vio francamente abatido por ello en los saludos finales. Es cierto que a su canto le faltan madurez y desahogo, pero resolvió la parte con honestidad, con entrega, sin flaquezas reseñables. 

Extraordinario y muy meritorio el trabajo de Johannes Martin Kränzle como Alberich. Tanto en el plano vocal como en el plano escénico, su desempeño fue de primerísimo nivel, con un retrato incisivo, mordaz, inquietante por momentos.

Impecable asimismo la Fricka de Clauda Mahnke, en la mejor tradición canora alemana, con un instrumento carnoso, con el metal justo, sumamente atinada con el texto, magnética en escena. Sobresaliente. 

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Stephan Rügamer delinea un Mime preciso y esquivo. En cambio resulta decepcionante Lauri Vasar en su doble desempeño como Donner y como Günther, con una voz de emisión gutural y una actuación muy envarada. Demasiado liviano Siyabonga Maqungo como Froh.

Qué clase y qué emoción en el canto de Violeta Urmana, quien bordó una Waltraute de muchísimos quilates, emocionante, intensa, genuina. No comparto en cambio el entusiasmo general con la Erda de Anna Kissjudit, de voz oscura y sonora, sí, pero muy poco expresiva, demasiado hierática.

El trabajo de Rolando Villazón como Mime creo que tiene mucho mérito. No es fácil salir de la zona de confort para un cantante como él, con una carrera un tanto maltrecha, cada vez más enfocado a sus labores como director artístico y como director de escena. Y sin embargo ha sabido hacerle frente con dignidad a su primer rol wagneriano. Es verdad que la pronunciación no era perfecta, es verdad que era más Villazón que Mime, pero también es verdad que no hizo ni mucho menos el ridículo y que Tcherniakov supo sacarle mucho partido a su vis cómica en escena. Abucheado (creo que injustamente) al final del Oro, el cantante mexicano respondió con un tanto de ironía y otro tanto de despecho, dando a entender que no escuchaba bien a quienes le protestaban. 

Finalmente, esmerada labor del trio de nornas (Noa Beinart, Kristian Stanek y Anna Samuil) y de las Hijas del Rin (Evelin Novak, Natalia Skrycka, Anna Lapkovskaja).

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Fotos: © Staatsoper de Berlín | Monika Rittershaus