la dolores reparto 1 63e533f8699571© Elena del Real.

Del dicho y el hecho

Madrid, 08/02/23. Teatro de la Zarzuela. Bretón: La Dolores. Saioa Hernández (Dolores). Jorge de León (Lázaro). José Antonio López (Melchor). Rubén Amoretti (Rojas). Gerardo Bullón (Patricio). María Luisa Corbacho (Gaspara). Javier Tomé (Celemín). Juan Noval Moro (Cantador de coplas), entre otros. Coro del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Guillarmo García Calvo, dirección musical. Amelia Ochandiano, dirección de escena.

"Sus cantos populares son de imponderable variedad y riqueza; hidrópica en hazañas memorables la patria historia; ¡la ocasión es seductora, incitante...! El progreso nos lo demanda, el orgullo de nuestro glorioso abolengo nos lo impone, el ejemplo de nuestra pintura y escultura, de nuestra poética y dramática nos lo exige... ¡canta, pueblo español, canta en tu lengua, digna de todo tu culto, de todo tu respeto, de todo tu amor veneración...!"
Extracto del discurso de ingreso de Tomás Bretón en la Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Un año después del estreno de La Dolores en el Teatro de la Zarzuela, en marzo de 1895, Tomás Bretón defendía su ideal sobre la ópera española en su discurso de ingreso en la madrileña Academia de Bellas Artes de San Fernando: Barbieri. La Ópera Nacional. En él podemos ser testigos, de primera mano, de sus concepciones, sus referentes y tribulaciones. Barbieri, sí, pero no tanto como Gaztambide. Significativo, en cualquier caso, llevar en el encabezado a figura tan relevante para el auténtico género nacional, la zarzuela. También hay alusiones a Verdi. Y mucho Wagner. Estos fueron sus verdaderas musas, más allá de Salamanca y su madre, como al parecer dijo en alguna ocasión.

Por lo pronto, Bretón llega a La Dolores tras décadas de servicio a la música en clave lírica, con la zarzuela La verbena de La Paloma como éxito incuestionable, en todos los aspectos. Obra maestra en la que se permitió ser él mismo, liberarse de aspiraciones y expectativas, metas que alcanzar, modelos que imitar. Además, varios primeros intentos por dar forma a una ópera española de gran formato y con códigos propios: Guzmán el bueno, Garín y Los amantes de Teruel son algunos, buenos ejemplos. Después vendrían varios títulos, de entre los que, recientemente, hemos podido disfrutar en el Teatro de la Zarzuela: Farinelli y Tabaré.

En todas ellas, como en La Dolores, encontramos a un músico concienzudo e inspirado, con escenas o páginas que pueden resultar brillantes, pero también al hombre que reflejan las líneas introductorias a estas reflexiones. Una escritura recargada, pretenciosa, que lastra la narrativa y la lírica de este drama rural, que es lo que es, a todas luces, esta ópera. Lo redicho y sí, también lo afectado al describir, como apuntaba el Conde de Morphy al dar la réplica de entrada a Bretón en la Academia, donde criticaba tres prejuicios sobre la música española: "No hay más ópera que la Ópera italiana; los españoles no pueden escribir más que zarzuelas; el cantar en español es cursi". Siglos de música aclaran la primera y nos hacen ver lo circunstancial, me atrevería a decir lo accesorio que esconde la segunda y, bueno, la tercera... Con libreto del propio Bretón sobre la pieza teatral de Feliú y Codina, en La Dolores se habla mucho, demasiado hasta la llegada del Pasacalle en el primer acto. Y asistimos a soluciones que sonrojan; no hay más que escuchar los pareados constantes en la romanza de Patricio, por ejemplo: "Este pañuelo encarnado / a Dolores le he comprado / muy bordado... Y este collar de corales / como guindas garrafales / tan iguales... Estos bonitos pendientes / de rubíes transparentes / refulgentes... Y este vestido elegante / que oprimirá deslumbrante / y arrogante". Y es que los personajes están cortados por un patrón incoherente, que hace naufragar al drama en el sinsentido por momentos. Incluso Dolores, a quien se quiere hacer ver su origen humilde con expresiones como "Seor" (Señor) o "usté" (usted), se expresa al mismo tiempo con palabras como "infelice", "cuitada" o "ducho", sólo esta última, por ejemplo, porque rima con "mucho".

Si la obra alza el vuelo, es en lo musical. Precisamente en los fragmentos puramente orquestales, como pueden resultar los preludios a cada acto, y allí donde, sintomáticamente, el salmantino abraza lo puramente popular. La mirada constante al drama verista francés de la Carmen de Bizet, con un acercamiento de sus personajes protagonistas, aunque a la aragonesa se le prive de la libertad que goza la andaluza. El coro de niños soldado que toma prestado, por lo demás, habla por sí solo. En las formas, Bretón sigue mirando hacia su ídolo, Wagner y en el trabajo con las voces apunta al verismo, con unas líneas de canto insolentes para soprano, tenor y barítono protagonistas. Hay dúos bellos entre ellos: Me han dicho que casabas..., ¡Dolores!, si pequé..., y las cuatro últimas escenas con la que se cierra la partitura tienen la tensión, el color y la brillantez que te hacen no despegar los sentidos del escenario. Sin embargo, vuelvo a ello, es en el folklore patrio, con la soleá que tanto recuerda a la inmediata Verbena y la Tia Antonia, en la rondalla y el pasacalle, en el abrazo a la copla popular, obviamente y, sobre todo, en la jota que le da forma, una de las páginas más conocidas de nuestra lírica nacional, donde Bretón descolla e ilumina. En ese arrebato de "lo nuestro", el compositor se resigna a acoger, incluso, el asesinato de los toros que tanto le asqueaba ("del sangriento, inhumano y repugnante que hemos dado en llamar nacional, sólo podremos aspirar al estancamiento"), pero que formó parte de nuestra cultura en tiempos pretéritos.

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Fueron Bizet, Wagner, Verdi, Arrieta, Gazambide, Mascagni... los auténticos y verdaderos inspiradores de Bretón; no Salamanca, su madre o cualquier mujer o representación de lo femenino en lo que supone una de las primeras cosificaciones de la mujer en la historia: el concepto de "musa", que tanto se sigue utilizando hoy en día en libros, carátulas de discos, conciertos, redes sociales. Una vez más, traigo aquí a colación aquellas líneas, a propósito de El Gato Montés de Penella: Mía, tuya nuestra, sobre la cosificación de la mujer y el machismo en algunos libretos de la lírica... y de cómo mostrarlos y recibirlos en, este caso, 2023.

Lo recuerdo ahora porque La Dolores es una clara historia de todo ello. Una mujer pretendida y acosada no por uno, ni dos... ni tres, ni cuatro, sino cinco hombres a la vez. Con todos los arquetipos de lo que la propia Amelia Ochandiano, directora de escena, califica como "macho alfa" y haciendo ver que a Dolores se la dibuja erróneamente como una femme fatale, ese invento misógino. En el Viaje por la Zarzuela que el Teatro publica con cada una de sus producciones, no duda en comparar a estos cinco pusilánimes con el triste caso de La Manada. Quien escribe, recibe todas estas palabras y la visión de Ochandiano con sumo interés. El teatro nos tiene que hablar, siempre y de alguna manera, desde el hoy, máxime cuando se tiene entre manos un libreto que representa tanta violencia. El caso es que, tras un primer Preludio donde se nos muestra a tres mujeres con el torso desnudo y atuendos tradicionales de cintura para abajo, enredadas, asimismo, con grandes sogas, en lo que se recibe como la asfixia de la mujer ante lo consuetudinario... todo se diluye en narrativa lineal y costumbrismo. Un cuadro tras otro, atendemos a la humanización y naturalización de los cinco hombres y las pasiones que limitan y confunden a la protagonista ("Sólo a dos teclas responden, en mi pueblo las muchachas; al querer suena la una, la otra suena a venganza"). Como tradicionalismo que cae en las redes de lo establecido, esta puesta en escena cumple con su cometido. Desde la óptica actual y atendiendo al hecho musical de la palabra escrita, del concepto proyectado, defrauda un tanto, con la sensación de que no se ha querido o no se ha podido transgredir más allá de lo que marca el texto.

Del dicho al hecho, supongo, hay mucho trecho. Es algo que no estaría de más analizar con tiempo y detalle. Desde quien escribe, como podría ser mi caso, hasta quien sube o da vida al escenario. El discurso que se mantiene en el día a día como artista o profesional, en redes sociales o en el momento concreto de montar una obra... y lo que finalmente se lleva a cabo. Ser coherentes con nuestros ideales... Dentro de la música clásica, los valores que se dicen más avanzados, los más progresistas en la vanguardia o en el reflejo de la realidad actual, suelen ser pura entelequia ante el aburguesamiento de quienes nos acomodamos, prefiriendo no "complicarnos" la existencia. Ya ven que utilizo el mayestático y hablo en el plano general, no en el particular ni apunto a que este sea el caso de Amelia Ochandiano en este título. En cualquier caso, hay escenas conseguidas, como la introducción del cantador en el tercer acto, pero al mismo tiempo se echa en falta en su lectura mayor decisión, mayor atrevimiento, una apuesta verdaderamente definida con el alegato introductorio. Que Dolores no corra en brazos de Lázaro sobre los acordes finales, que no acceda por indecisión o juego y sí por miedo a encontrarse con Melchor, que al introducir una pareja de lesbianas, no se meta delante de ellas otra heterosexual como para taparlas de algún modo... que se apueste por el todo. El teatro es un lugar para tomar riesgos ("riesgos", entiéndanme...), aunque, como fue el caso, haya señores entre el público que, al ver de nuevo a las mujeres del comienzo, esta vez con trajes de tul, griten: "¡por lo menos ahora las habéis vestido!". Necesitamos más luces a la salida de la caverna.

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Como protagonista, el arte de la soprano Saioa Hernández se despliega excelso en todas sus apariciones. Y es que, si tuviese que haber una sola razón que justificase la programación de este título, sin duda sería por el reparto reunido para darle vida. La madrileña muestra una emisión natural, de inusitada, aparente facilidad, con una homogénea línea de canto, maleable en toda su tesitura, con unos graves bien asentados a los que Bretón le hace bajar en no pocas ocasiones, como demuestra ya en sus primeras escenas y sus finales de frase. Un tanto sin sentido, pero Hernández le saca provecho a todo... incluso a su página solista del tercer acto, a la que el compositor parece privar del aplauso al restarle pathos, virtuosismo, cierre mayor. No importa, la cantante demuestra ser la intérprete idónea para el papel. Mucho más que eso, en realidad. Ha de haber, ciertamente, un firme compromiso con nuestra música para dar vida a este personaje con una agenda internacional como la suya.

A su lado, en el no menos complejo papel de Lázaro, el tenor canario Jorge de León. Un auténtico fuera de serie que se mostró pletórico en todo momento, con páginas de lo más ingratas en la escritura y un dramatismo cambiante en todo momento, de seminarista a asesino, pasando por torero... ¿Pájaro espino... who? Su dúo con Hernández del tercer acto fue una auténtica maravilla, una gozada por la que disfrutar sin pero alguno a Bretón, con un agudo brillante, de impacto, coronado y cerrado con maestría técnica. Le recuerdo ahora como Canio de Pagliacci en este mismo teatro, hace... ¿10 años? Y la sensación de arrebato fue exactamente la misma. Qué grata sorpresa el Melchor de José Antonio López, y digo sorpresa por la excepción que supone escucharle en un papel completo de la lírica, con relevancia y protagonismo, por los escenarios madrileños. Algo que, siempre que él quiera, debería cambiar. Voz timbradísima, de ancho caudal, con cuerpo sonoro y matización en los acentos, dibujó muy bien a su ingrato personaje.

Y hablando de acentos... otro tipo de acentos... una duda en voz alta: en 2023, mantener el acento ¿andaluz? del sargento Rojas (un militar que acude a Calatayud para ver si puede aprovecharse de Dolores), ¿no es poco menos que denigrante? ¿Una práctica de blackface a la española? El único personaje que no utiliza el acento neutro, porque está llamado, desde su original del siglo XIX, a aportar el punto cómico. Canta una soleá, sí, pero también los hay que cantan jotas sin deje aragonés. Qué viva la diversidad de acentos, siempre, pero o todos o ninguno, en cualquier caso. Mantener esta práctica desde la dirección de escena, dos siglos después... ¿no es un error? Rubén Amoretti, que es un bajo estupendo, de Burgos y residente en Suiza, dota al soldado de la suficiente comicidad, a pesar de la impostación del acento, con buenos medios vocales, si bien no a la altura de otras ocasiones recientes en las que he podido escucharle. Impecable, una vez más, Gerardo Bullón como Patricio, el rico que cree que puede comprar la voluntad de Dolores con dinero. Hace gala de su timbre homogéneo, bien resuelto su ascenso al agudo, rico el fraseo y el decir. Dentro de poco protagoniza un nuevo espectáculo de Enrique Viana en el Teatro de la Zarzuela, dedicado a Picasso; cita ineludible. Estupendos, igualmente, la Gaspara de María Luisa Corbacho y el Celemín de Javier Tomé, así como el Cantador de coplas de Juan Noval Moro. La escena de la jota, de hecho, junto con el dúo final de los protagonistas, fue lo más sobresaliente de la noche, con un cuerpo de baile a cargo de Miguel Ángel Berna que fue auténtica maravilla.

Desde el foso, la batuta de Guillermo García Calvo insufló de color la partitura de Bretón, buscando el drama y la tensión, a la vez que dejó aire y lugar para que el folklorismo pudiera expresarse, especialmente en el número de la jota. Batuta y voces fueron acomodándose la una con las otras a medida que avanzaba la noche, con el ya mencionado dúo final entre Dolores y Lázaro como cenit musical. Una calidad de voces y batuta la concertada, a nivel de lo que es el Teatro de la Zarzuela, una de las grandes casas líricas europeas. Sin duda, la apuesta por los mejores casts posibles de voces españolas ha sido una de las líneas rojas del actual director del coliseo, Daniel Bianco. Ahora que se anuncia su relevo, surge la expectación por si se podrá mantener tal nivel, necesitando el Teatro, más que nunca, el apoyo firme y decidido del INAEM y el Ministerio de Cultura. Demostrar que Sorozábal ya no tendría razón al decir aquello de que, para hacer ópera en España, además de ser músico, "hace falta ser un perfecto idiota".

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