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El abismo y el vacío

20/01/24. Bruselas, Teatro de La Monnaie. R. Wagner, Die Walküre. Peter Wedd, Siegmund; Ante Jerkunica, Hunding; Gábor Bretz, Wotan; Nadja Stefanoff, Sieglinde; Ingela Brimberg, Brünnhilde; Marie-Nicole Lemieux, Fricka. Alain Altinoglu, director musical. Romeo Castellucci, director escénico.

Tras el magnífico estreno del Anillo de Romeo Castellucci en La Monnaie de Bruselas, las expectativas frente a su continuación se situaron por las nubes. Su Oro nos ofreció un grandioso espectáculo escénico vertebrado a través de potentes símbolos y una inmensa solidez intelectual. Sin embargo, esta Valquiria, aunque meritoria y con grandes momentos, no ha logrado estar a la altura de su predecesora.

En el final del prólogo, tras un desarrollo teñido de blanco y luminosidad, los dioses se arrojaban a un Valhalla con forma de pozo insondable. Este es el camino que ha tomado el creador italiano para el desarrollo de la primera jornada: el descenso a las tinieblas, la oscuridad como leitmotiv visual y emocional. Pero Castellucci no consigue estar a la altura de sí mismo a la hora de plantear una propuesta completa basada en esta premisa. Sí, es cierto que hay instantes interesantes, otros magníficos y otros incluso geniales. Quedarán salpicados en la memoria de los asistentes momentos como la performance acuática de la tormenta inicial, el opresivo hogar de Hunding, o las valquirias creando estampas carnales a modo de piedades renacentistas. Por encima de todas ellas está la fascinante escena de Fricka, que demuestra brutalmente la inamovible autoridad de su exigencia, acompañada de su cohorte de damas enfundadas en exquisitos hábitos de pureza, boato y represión. El uso de animales vivos -una marca de la casa desde el magnífico toro rubio que causó sensación en su legendario Moisés y Aaron- es también un acierto. Lobos, caballos y decenas de pájaros sometidos a la música de Wagner, llenan las tablas de vitalidad, belleza plástica y tensión.

Pero hay otros momentos, sobre todo a partir de la mitad del segundo acto, donde la propuesta se pierde, algunos cuadros no llegan ni siquiera a arrancar. Son aquellas donde Castellucci olvida lo que mejor sabe hacer, dirigir escena, y se concentra exclusivamente en la dirección de unos actores rodeados de una oscuridad casi absoluta, apenas rota por elementos de poco calado. Es una sencillez llevada hasta el extremo, vacía, simplista que no minimalista, que no casa bien con la riqueza del resto de la producción. Todo el tercer acto adolece de este mal, muy especialmente ese adiós a la valquiria que, con generosidad, solo se puede calificar de anodino.

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También irregular es un plantel de cantantes del que destaca, en primer lugar, la actuación de Ingela Brimberg como protagonista. Desde sus “Hojotoho! Hojotoho!” queda claro que estamos ante buena madera vagneriana. Muestra un timbre brillante, con cierto squillo, con potencia en toda la tesitura y, sobre todo, una vocalidad que aloja todo el rango de complejidades psicológicas del personaje. La Sigliende de Nadja Stefanoff fue de menos a más, dominó la escena en cada aparición con Siegmund y derrochó carisma y empatía, cimentadas en buenas capacidades dramáticas y suficiencia vocal. También hay que destacar el poderío vocal del Hundig de Ante Jerkunica y la inteligencia dramática de Marie-Nicole Lemieux como Fricka. 

Gábor Bretz es más barítono que bajo, como lo demuestra el brillante timbre y la comodidad preferente por las notas altas. Es un Wotan atípico, algo monótono, con una querencia por el legato y las vocales, y apenas presencia de esas necesarias consonantes que articulan los virajes dramáticos de su discurso. El Siegmund de Peter Wedd, esforzado aunque apenas audible, cierra el cartel protagonista.

En el foso Alain Altinoglu ofrece una lectura similar a la del Oro. Hay buen sonido, emotivo lirismo e imponentes momentos sinfónicos, pero poca tensión subyacente y expresión dramática de los motivos. Por las características de la obra, de más densidad orquestal, esta interpretación le funciona mejor que en esta primera jornada que en el prólogo. 

A pesar de todos sus defectos, uno abandona la representación con la seguridad de haber asistido a un evento fuera de lo ordinario en su conjunto y con ganas de asistir al futuro Sigfrido. Y con la conformación de que, aunque nos encontramos con la obra del que probablemente sea el creador escénico más interesante del panorama operístico actual, no es posible ser sublime sin interrupción.

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Fotos: © Monika Rittershaus