Dispararse en el pie
Madrid. 02/11/2017. Teatro Real. Donizetti: La favorite. Jamie Barton, Javier Camarena, Simone Piazzola, Simón Orfila, Marina Monzó, Antonio Lozano, Alejandro del Cerro. Dir. musical: Daniel Oren.
Celebrar un aniversario siempre es, a priori, una buena noticia. En esta ocasión, el Teatro Real se ponía de gala para conmemorar los 20 primeros años desde su reapertura en 1997, aprovechando además el marco más amplio de su Bicentenario, desde aquel pretérito decreto de Fernando VII que puso en marcha la edificación del coliseo. Lo que sorprende sobremanera, en contraste con la estrategia de comunicación que el Teatro Real ha puesto en marcha estos meses, centrada en poner en valor su apertura social, es que la gala principal de esta conmemoración se haya convertido de hecho en un acto cerrado al público de la calle, con un largo listado de invitados célebres y personalidades VIP, prescribiendo etiqueta y disparando el precio de las pocas localidades disponibles, con la consiguiente molestia para muchos aficionados.
Y es que me consta que no pocos asistente habituales del Teatro Real contaban con acudir a La favorite ese día, tal y como se había anunciado en origen que sería posible, si bien finalmente se encontraron con la imposibilidad de adquirir sus localidades con la normalidad esperada. Esto es: venta en exclusiva para Amigos del Real (11 de octubre) y abonados (16 octubre). De tal manera que la gran celebración del 20 aniversario del Teatro Real se diría que ha sido concebida para gozo y disfrute de unos pocos, como si al gran público madrileño bastase contentarlo con las grandes proyecciones al aire libre de época estival.
"Teatro para todos”, "Compartir proyectos”, “Un teatro al alcance de todos”… varios de los lemas que pudieron leerse en la proyección previa al concierto, en claro contraste con un aforo que distaba mucho del lleno, con visibles huecos donde hubieran podido sentarse esos “todos” que se quedaron en la calle sin poder asistir a una gala que seguramente también hubieran querido sentir como propia. El propio Presidente del Patronato del Teatro Real, Gregorio Marañón, afirmó en su parlamento que “el público es la justificación de todo lo que hacemos”. La imagen del Real el pasado día 2 distó mucho de esta impresión.
Tampoco tuvo éxito la gala a efectos de convocatoria institucional, con el Palco Real vacío. Seguramente los acontecimientos políticos que estos días se suceden en nuestro país pudieran haber dado una impresión de frivolidad a la presencia del Rey Don Felipe en dicho palco, pero sin duda se echó de menos la asistencia de la Reina Doña Sofía, consabida melómana y tan ligada a estas dos décadas de vida del Teatro Real.
Personalmente, no lo niego, me congratuló asistir a la celebración de este veinte aniversario, en un teatro que siento como mío, pero creo que las condiciones no han sido las mejores. Y es que no parece muy sostenible que una efeméride semejante se conmemore con una representación en concierto. En un teatro de ópera, una celebración tal debería haber traído consigo el estreno de una nueva producción escenificada. Si no de La favorite -título con el que se inauguró en 1850, de ahí que sea controvertido el citado Bicentenario, que se remonta mucho más atrás-, sí al menos de otro título emblemático para la historia del teatro. Musicalmente la velada rindió a un nivel muy estimable, como cabía presumir a partir de las voces reunidas en el cartel. Pero la sensación última fue de relativa improvisación, con un aire de ensayo general, tal y como comentamos varios de los asistentes.
En el rol titular la mezzosoprano Jamie Barton desplegó todo un dechado de virtudes: voz amplia, extensa y homogena, de timbre carnoso y redondo; intérprete con caracter, sustento técnico y perfecta adecuación estilística. Su Leonor tuvo personalidad, magnetismo y momentos de indudable intensidad vocal, como su brillante y vibrante cabaletta. Domina lo mismo el canto spianato que los pasajes más vigorosos e hizo de este doble debut -con el rol y en el Teatro Real- todo un éxito para ella. En su canto hay control, color y temperamento. Sin duda, una voz a seguir, ciertamente joven y con mucho que decir.
También Javier Camarena acometía su primer cara a cara con el rol de Fernand, una parte más exigente y extensa de lo que pudiera parecer, con una escritura belcantista que tiene no obstante algunas inflexiones de calado más heroico. Camarena sabe llevar la partitura a su terreno, incorporando variaciones en la segunda vuelta de sus dos romanzas principales y adornando con buena dosis de sobreagudos su interpretación. A buen seguro con el tiempo y futuras interpretaciones del papel Camarena terminará de tomar las riendas de esta partitura, donde quizá a algunos suene demasiado ligero, si bien no fuerza su instrumento en ningún momento durante la representación. Cauto y algo frío al comienzo, Camarena sacó adelante el debut, conviene saberlo, en condiciones no precisamente fáciles, esto es, tras un largo viaje a Madrid desde Los Ángeles, donde ha interpretado a Nadir en Los pescadores de perlas bajo la batuta de Plácido Domingo. Además apenas pudo disponer de un ensayo para afianzar esta primera tentativa como Fernand, de la que salió más que airoso.
Simone Piazzola, con apenas 32 años, es ya un barítono con una carrera internacional lanzada con mucho ímpetu y ambición. Ciertamente canta con gusto, buen legato y parece dominar el estilo, si bien la voz suena a veces opaca y mate, falta de empaque y brillo. Los mimbres son buenos, pero falta encadenar netamente el mecanismo entre material, técnica y estilo; si lo hace, puede ser un cantante importante. Del resto del reparto, Simón Órfila confirmó su buena evolución, sonando ya más convincente que antaño como bajo, con una emisión más natural, resuelta y redonda. Y Marina Monzó estuvo intachable como Inés, demostrando que no hay papel pequeño.
A pesar de sus exagerados aspavientos, fue convincente la dirección musical de Daniel Oren, buen concertador y maestro siempre atento a las voces. Oren intentó extraer un sonido compacto y sólido de la orquesta titular del Teatro Real si bien tanto ésta como el coro tendieron a menudo a sonar con más ímpetu y decibelios de lo debido, a excepción del cuarto acto, mucho más medido y donde hubo más espacio para la introspección y la contención. Sigo sin entender, por cierto, que se nos ofreciera el ballet, en una versión en concierto en la que su incorporación no añadía nada relevante, más allá del tedio.