Tristan StaatsoperBerlin Tcherniakov 2018

Escarnio del amor burgués

Berlín. 25/02/2018. Staatsoper Unter den Linden. Wagner: Tristan und Isolde. Andreas Schager, Anja Kampe, Stephen Milling, Ekaterina Gubanova, Boaz Daniel. Dir. de escena: Dmitri Tcherniakov. Dir. musical: Daniel Barenboim.

Para la temporada de regreso a su sede histórica en Unter den Linden, la Staatsoper de Berlín se había reservado una nueva producción de Tristán e Isolda de Richard Wagner. Para la ocasión se ha contado con el mismo equipo artístico que puso en pie Parsifal en 2015, entonces aún en e Schiller Theater. Esto es, por descontado Daniel Barenboim a la batuta, de nuevo Dmitri Tcherniakov en la dirección de escena y la pareja vocal compuesta por la soprano Anja Kampe (allí Kundry, aquí Isolda) y el tenor Andreas Schager (entonces Parsifal, ahora Tristan). La química entre todos ellos es evidente y el resultado de este Tristan und Isolde guarda no en vano mucha consonancia y relación con el citado Parsifal de hace tres años.

Daniel Barenboim ha hecho de su orquesta, la Staatskapelle de Berlín, un músculo flexible capaz de adaptarse cada velada a un pathos distinto. Es más, se diría que Barenboim “improvisa” cada noche un Parsifal diverso, fruto de la más pura inspiración, con la seguridad de que su orquesta le sigue y le secunda hasta donde vaya. Eso también es hacer música, por descontado, más allá de la pura ejecución mecánica de una partitura. De hecho me atrevería a decir que la representación, en realidad, sucedió en el foso, al margen de la propuesta de Tcherniakov sobre las tablas. Tal fue el grado de narratividad que Barenboim consiguió extraer de su orquesta. Desbordado y desbordante, desolado y desolador, sin refrenarse un ápice, Barenboim exhibió de nuevo su extraordinaria afinidad con esta partitura, que hoy en día dirige como nadie.

Dmitri Tcherniakov ya había firmado una producción de Tristan und Isolde en 2005, para el Mariinsky. A diferencia de aquella, la que ha presentado en Berlín es mucho más ácida e irónica. Partiendo, una vez más, de sus habituales lugares comunes -ya obsesiones particulares- en torno al ideal de vida burgués, en esta ocasión Tcherniakov parece proponer un escarnio del ideal burgués del amor, del romanticismo más idealizado y tópico. Así sucede, de hecho, durante todo el segundo acto, diluido el gran dúo de amor en un encuentro jocoso y risible, forzadamente histriónico, entre los dos amantes. Es la máxima expresión de una visión cínica y descreída sobre el amor romántico, en imponente consonancia con la desesperanzada visión expuesta por Barenboim desde el foso.

Lo cierto es que la representación alterna, por igual, hallazgos brillantes con pinchazos visibles. De los segundos me atrevería a decir que Tcherniakov es bien consciente, pero en el balance parece asumirlos como males menores o incluso necesarios. Uno de los mejores momentos, de resonancias parsifalianas (die Wunde), lo guarda Tcherniakov para el final, en el transcurso del extenso monólogo de Tristan del tercer acto. Tristan recrea aquí su infancia (die Mutter), a modo de pantomima, entre delirios, casi como Parsifal en el momento en que Kundry juega a seducirlo. El personaje cobra aquí una hondura y una fragilidad inéditas.

Encabezando la pareja titular, el tenor Andreas Schager volvió a mostrar sus credenciales, que no son otros que los de una voz poderosa y sólida, de genuino Heldentenor. Los medios sobresalientes de Schager, no obstante, no se ven secundados por una poética propiamente dicha. Esto es, el tenor arroja su voz, confía en la solidez de su técnica, pero dramáticamente hablando cabría pedirle una hondura mucho mayor. Es cierto que el retrato histriónico, superficial y extrovertido del personaje de Tristan que nos presenta Tcherniakov aquí cuadra muy bien con los modos y maneras que Schager tiene de desenvolverse en escena. Dicho lo cual, lo mejor que puede decirse de su Tristán es que está cantado con arrojo, sin reservas, dando incluso más de lo que tiene, apenas capaz en fin de rematar sus últimas frases durante el infatigable soliloquio del tercer acto, al que llega entero aunque acusando un evidente sobreesfuerzo. Schager perdió el compás visiblemente en dos ocasiones, en sendos duos con Isolda, incapaz de seguir el vigoroso y firme pulso impuesto por Barenboim, a quien por cierto pareció importarle poco que Schager se quedase atrás.

Si bien anunció hallarse “repentinamente indispuesta”, Anja Kampe firma con estas funciones uno de sus mejores trabajos. Ignoro si la cortisona tuvo algo que ver en ello, para sobreponerse a esa subrepticia indisposición, pero lo cierto es que Kampe terminó imponiéndose a sí misma hasta redondear una de las mejores noches que le recuerdo. A pesar de algunas notas desabridas y tensas, fruto evidente de su indisposición, Barenboim consigue de ella un canto sumamente expresivo, muy pegado al texto. Cantante muy plástica, en el sentido de que se presta y se pliega muy bien a las indicaciones de cada producción, Kampe no posee una gran voz pero no cabe duda de que sí es una gran artista y esta Isolda se sitúa entre lo mejor de su hacer en los últimos años.

Entre los secundarios, la mejor voz con diferencia fue la de la mezzosoprano rusa Ekaterina Gubanova, en plena forma, intacto el hermoso color, entre aterciopelado y cobrizo, que caracteriza su instrumento. Sus ‘avisos’ fueron un momento bellísimo, secundada por un Barenboim en estado de gracia, cristalino en este punto al recrear la partitura.

Stephen Milling no posee unos medios sobresalientes, sí personales, pero con visibles limitaciones en los extremos. Su Marke, aunque por lo general anodino, fue más convincente por la autoridad escénica que por la consistencia vocal. Insuficiente a todas luces el Kurwenal de Boaz Daniel, con una emisión tosca y una actuación poco esmerada.