TheDemon Silins Liceu A.Bofill

Meritoria apuesta

Barcelona. 29/04/2018. Gran Teatro del Liceo. Rubinstein: The Demon. Egils Silins, Asmik Grigorian, Alexander Tsymbalyuk, Yuriy Mynenko, Igor Morozov, Roman Ialcic, Larisa Kostyuk, Antoni Comas. Dir. de escena: Dmitry Bertman. Dir. musical: Mikhail Tatarnikov.

Estamos a buen seguro ante uno de los capítulos más interesantes de la temporada del Liceu ahora en curso. El rescate de El Demonio de Anton Rubinstein no puede sino saludarse como una loable iniciativa que ha sabido comandarse hasta llegar a buen puerto. Y no ha sido fácil, pues el triste fallecimiento de de barítono Dmitry Hvorostovsky, con quien se había empezado a concebir esta nueva producción, dejó un tanto descabezado el proyecto, que finalmente ha contado con el barítono letón Egil Silins al frente. La música de Rubinstein ha pasado hoy en día a un segundo plano, más allá de unas pocas piezas que se mantienen en el repertorio, como precisamente el arioso principal de esta ópera, que tantos bajos y barítonos han grabado. Sin embargo, la ópera completa como tal sigue siendo una rareza incluso en los teatros europeos, no teniendo ni siqueira una presencia estable y regular en suelo ruso. De ahí que quepa aplaudir el interés del Liceu por retomar esta partitura, un título que fue estrenado en Barcelona en fecha tan lejana como 1905, en el Teatro Novedades, sin que desde entonces hasta ahora se haya vuelto a reponer.

Para la ocasión de esta nueva producción se ha contado con un trabajo firmado por Dmitry Bertman, un director de escena ruso con una contrastada trayectoria, y a la sazón director artístico de la Helikon Opera de Moscú, teatro implicado por descontado en este proyecto junto al propio Liceu, el Staatstheater de Nuremberg y la Ópera Nacional de Burdeos. El trabajo es vistoso, ocurrente y fluido, luchando a veces sin demasiada fortuna contra el estatismo natural que preside algunas escenas centrales de esta ópera. La escenografía de Hartmut Schörghofer, al parecer inspirada en El Bosco, resulta más vistosa que interesante, esto es, se antoja más valiosa por su estética -ciertamente fotogénica- que por su verdadero vínculo con la dramaturgia, que no es tal por mucho que Bertman intente convencernos de lo contrario cuando apunta lo siguiente en el programa de mano: "La escenografía es un tunel que conecta mundos y reproduce la tragedia del amor. El segundo elemento es una gran burbuja parlante que simboliza el dominio trascendente en este mundo cerrado. Esta esfera desaparece, aparece y, en ocasiones, bloquea la salida". Yo les confieso que no vi tanto en escena como el propio director presume. En todo caso, el suyo es un buen trabajo, aunque lastrado por unas ideas que no terminan de resolverse, más ocurrencias que verdaderos hallazgos dramáticos. Algunos detalles de la dirección de actores, casi caricaturescos, tampoco ayudan a rematar la propuesta.

En el rol titular destacó por méritos propios el citado Egils Silins, dueño de una voz robusta y eficaz, de caudal suficiente, aunque administrada con una expresividad quizá algo ruda y poco variable, demasiado uniforme en fin para mostrar ese alma de holandés errante que hay en el Demonio de Rubinstein. Apreciable labor, en todo caso, de un cantante sumamente eficaz aunque poco carismático, que regresaba al Liceu precisamente tras El holandés errante de la temporada pasada.

Como sucediera con la también lituana Ausrine Stundyte al hilo de su Salome de Berlín, la soprano Asmik Grigorian mostró en la parte de Tamara una voz firme y flexible al mismo tiempo, de un color atractivo aunque no subyugante, manejado con solvencia aunque algo lastrado por unas dotes actorales que admiten un cierto margen de mejora. Canta con solvencia y suficencia, con más firmeza que musicalidad quizá, brillando un tanto más en los pasajes de empuje que en las páginas de lirismo -un tanto dificultosa la coloratura en su escena inicial-. Grigorian, por cierto, será este verano la protagonista de la nueva producción de Salome del Festival de Salzburgo, firmada por Castellucci, tras su destacada actuación allí mismo en la pasada edición, en los paños de Marie en Wozzeck.

Grata impresión del resto del reparto, destacando el bajo Alexander Tsymbalyuk como Príncipe Gudal y el tenor Igor Morozov como Príncipe Sinodal, brillando este último en su hermosa aria, un cautivador cantabile al final del primer acto. Menos convenció, en cambio, el contratenor Yuriy Mynenko en la parte del ángel. Buen trabajo, en fin, del resto del elenco: Roman Ialcic (Sirviente de Sinodal), Larisa Kostyuk (Niñera de Tamara), Antoni Comas (Mensajero).

En el foso Mikhail Tatarnikovbatuta titular de la citada Helikon Opera de Moscú, demostró la familiaridad que cabía suponerle con este repertorio. Sus ademanes dejaban clara su filiación, que no es otra que la gran escuela rusa, la que va de Gergiev a Jurowski, por citar dos grandes batutas rusas en activo en nuestros días. Tatarnikov optó más bien por asentar el conjunto en lo vertical que por abundar en el discurso en lo horizontal. Esto es, pecó un tanto de un fraseo algo básico y previsible, sin mayor imaginación, algo falto de colores, habida cuenta de las muchas ocasiones que predispone la partitura de Rubinstein para ir algo más allá. A cambio, contribuyó al solvente desarrollo de la función, que en sus manos discurrió con seguridad y claridad a partes iguales, en un enfoque que es de agradecer para una primera lectura de esta obra. Encomiable labor, por último, del coro ante una partitura exigente, resuelta con ímpetu, quizá incluso demasiado, a tenor de algunas indicaciones de Tatarnikov, que les pedía sonar más piano en algunas escenas. En todo caso, una espléndida labor que confirma el buen hacer de Conxita García al frente de este coro.