Sangre, arena y cabaret
Londres, 11/12/2018. Royal Opera House. G. Bizet, Carmen. Barrie Kosky, director de escena. Otto Pichler, Coreografía. Tanja Ariane Baumgartener, Brian Jagde, Alexander Vinogradov, Eleonora Buratto, Jean Teitgen Dominic Sedgwick, Haegee Lee. Royal Opera Chorus y Orchestra of the Royal Opera House. Keri-Lynn Wilson, directora musical.
Asistir a un espectáculo firmado por Barrie Kosky es garantía de innovación y sorpresa. Es uno de los creadores escénicos imprescindibles en la actualidad que, a base una personalísima combinación de inteligencia, oficio y desfachatez, ha conseguido conquistar incluso la colina sagrada de Bayreuth. Su Carmen proveniente de Frankfurt, que estos días ha repuesto Royal Opera, no es ninguna excepción. Una vez más el australiano consigue amalgamar un trabajo inusual, atrevido y colorista que, a pesar de su lenguaje extravagante, va mucho más allá de la simple provocación.
La propuesta adopta sin complejos los tradicionales clichés folclóricos a los que siempre se somete la obra, pero los supera conectándola además con dos mundos -el cabaret de la República de Weimar y el musical-, que refuerzan su mensaje original de libertad sexual y de espectáculo popular. La acción se desarrolla sobre una gigantesca escalinata que llena por completo el escenario. Sobre ella, Kosky renuncia a una narrativa lineal que simplemente volviera a contar la historia otra vez más. En vez de eso se concentra en mostrar, deconstruidos, los elementos más extremos y dramáticos de la historia de Merimée. Los fragmentos hablados se sustituyen por una voz en off con reflexiones de Carmen. Y sobre esos escalones, a través de números musicales, la única protagonista desnuda todas sus obsesiones: sexualidad andrógina en un disfraz de gorila -homenaje al Venus Rubia de Dietrich-, agresividad desatada en defensa de su libertad, o en un colosal luto prematuro al explorar la idea de su propia muerte.
Pero toda esta maraña conceptual podría haber naufragado, entrando fácilmente en el terreno del ridículo, de no haber estado acompañada de un superlativo cuidado a la estética, de una ejecución genial, magnífica, preciosa y milimétrica; esa es la auténtica firma de Kosky. Cualquiera puede tener una idea rompedora, pero tan solo los mejores pueden hacerla funcionar. Es aquí donde entra el extraordinario trabajo del coreógrafo Otto Pichler y los seis bailarines que fascinan e hipnotizan en cada aparición. Sus movimientos conjugan numerosos registros, desde el flamenco a la música disco, y con ellos manejan a su antojo al público, llevándonos desde carcajadas cómplices en los momentos más cómicos a respiraciones paradas en los más dramáticos. No es ninguna sorpresa que el coro de la Royal Opera muestre una calidad vocal impecable. Lo que sí asombra es la destreza con la que cumple los mandatos escénicos a los que el equipo creativo les somete. Bailan y trepan por el graderío mientras cantan y, a falta de elementos de attrezzo, son sus cuerpos los que limitan los espacios y conforman el equivalente a los decorados.
La mala fortuna quiso que la protagonista programada, Ksenia Dudnikova, se encontrara indispuesta y fuera sustituida por la alemana Tanja Ariane Baumgartener. Estuvo intachable en la vertiente teatral, camaleónica y temperamental como la propuesta exige. Vocalmente la ejecución no llegó a lo esperado, tiene un tercio bajo ideal, sólido y aterciopelado, pero la emisión es corta, algo que se evidenció siempre que hubo otro cantante en escena o cada vez que fue engullida por el coro. Fue también una lástima que Brian Jagde anunciara no estar en plenas condiciones por enfermedad, consiguió resistir la escena final, aunque su desafortunada “Aria de la flor” pinchara en el tercio alto. En todo caso se le adivinan plasticidad, caudal y otras buenas cualidades.
La mejor actuación vocal fue sin duda la de Eleonora Buratto como Micaëla. Una delicia de sensibilidad e inocencia, color rico en matices y exquisito control de las dinámicas. Pronto tendremos la fortuna de escucharla en el Idomeneo que prepara el Teatro Real. Intachable estuvo también el ardiente y chulesco Escamillo de Alexander Vinogradov. En el foso la directora Keri-Lynn Wilson renunció a cualquier intención folclorizante y se decantó por la energía chispeante, los fraseos densos y los tempi veloces; una lectura a la altura de la espectacular e inolvidable vitalidad que derrochó la escena.