Las tripas y los sesos
Zúrich. 14/05/2016. Opernhaus. Debussy: Pelléas et Mélisande. Jacques Imbrailo (Pelléas), Corinne Winters (Mélisande), Kyle Ketelsen (Golaud), Yvonne Naef (Geneveiève), Brindley Sherratt (Arkel), Damien Göritz (Yniold). Dir. escena: Dmitri Tcherniakov. Dir. musical: Alain Altinoglu.
De alguna manera muy brusca podríamos decir que el psicoanálisis asume que todo lo que nos revuelve las tripas, por decirlo llanamente, tiene que ver con algo que pasa en los sesos: que el corazón no está en el pecho sino en la cabeza. Dmitri Tcherniakov asume esta tesis y con un trabajo limpio y casi blanquecino, metódico, vertebra su Pelléas como una suerte de experimento psicológico colectivo. En las antípodas del post-romanticismo al que la tradición viene reduciendo la obra, como si fuese un trasunto francés de una historia a medio camino entre Romeo y Julieta y Tristán e Isolda, Tcherniakov devuelve el horizonte simbolista a la partitura, precisamente desde esta clave psicoanalítica en la que la literalidad no tiene sentido y se desborda -la torre no es la torre y el largo cabello rubio de Melisande no tiene referencia real en escena-. Todo ello son imágenes mentales, figuras que recogen en fin en un símbolo las cuitas y padecimientos afectivos de los personajes del libreto.
El propio Tcherniakov explica en el programa de mano que Mélisande es una paciente de Golaud que éste decide tratar en su casa en lugar de hacerlo en su clínica. Ello propicia una sucesión inesperada de los acontecimientos, ya que la extraña incorporada al hogar familiar trastoca la lógica familiar. Así las cosas, la representación no es otra cosa que un crescendo casi insoportable de tensión y violencia, en la que lo implícito termina por volverse explícito, colapsando el equilibrio preestablecido entre los caracteres de cada personaje en ese entorno familiar. Estamos ante un trabajo audaz, de enorme claridad, nítido y preciso, con la acostumbrada dirección de actores en el caso de Tcherniakov, detallada al extremo, nunca confiada al azar.
Quizá el principal inconveniente de la propuesta estribe en su previsibilidad. Y es que el espectador asiste exactamente a lo que cabía esperar de Tcherniakov, esto es, un capítulo más de su sucesión de escena de la vida burguesa, aquí con otra estética y en otras coordenadas espacio-temporales. Pero todo vuelve a suceder en el escenario único de un hogar familiar, como ya sucediera, mutatis mutandis, en su Don Giovanni, en su Macbeth, en su Iolanta… No se trata, en modo alguno, de la mera aplicación, como si fuese un calco, de unos principios dramáticos generales a la concreción de cada obra. Hay mucho más en la perspectiva de Tcherniakov, que en este Pelléas presenta cada escena casi como un cuadro cerrado y arquetípico, como si quisiera poner ante el espectador un catálogo de las patologías del alma humana bajo esa óptica psicoanalítica, buscando subrayar una y otra vez los ácidos dobles sentidos a los que se presta el texto.
A propósito y en consonancia con esta propuesta escénica, Alain Altinoglu presenta una dirección musical seca en los primeros tres actos, ciertamente stretta, que se torna progresivamente más dramática, casi verista por momentos, en la segunda mitad de la representación. No es tan detallista como lo fue Gatti el año pasado en Florencia ni se antoja tan refinadamente sinfónico como lo fue Nagano hace unos meses en Hamburgo; sí supera, en cierto modo, el trabajo detallado pero abúlico de Rattle con Sellars. Para Altinoglu se trataba de su primer contacto con la obra, que es de una exigencia vastísima y a la que es difícil hacer justicia con un trabajo que acierte a matizar en su justa media el acento dramático y la transparencia estructural. En su caso hay un esfuerzo evidente por adueñarse de la partitura y volcar una lectura expresiva, detallista y compacta, aunque a decir verdad no siempre lo consigue. Conviene recordar, por cierto, que Tcherniakov y Altinoglu colaboraron recientemente en París, con el programa doble que recuperaba el díptico original formado por Iolanta y El Cascanueces de Tchaikovsky.
En materia vocal, Jacques Imbrailo es un Pelléas cálido y ciertamente lírico aunque resuelve el papel con alguna tensión indebida en el agudo y con un fraseo algo pálido por momentos. Intensa aunque levemente destemplada, Corinne Winters no deslumbra vocalmente como Mélisande, si bien su implicación y su denuedo en torno a la propuesta de Tcherniakov hacen que su prestación suba enteros. El más superlativo del reparto, por encima de cualquier expectativa, es el Golaud de Kyle Ketelsen, de excelente dicción francesa, soberbio de acentos y capaz de desarrollar en escena una tensión y una violencia que verdaderamente encogen al espectador.
La veterana mezzosoprano Yvonne Naef presenta una Geneveiève de timbre suntuoso y de soberbia presencia escénica, encontrando Tcherniakov todo un hallazgo en este personaje, que se convierte en una suerte de ácida matrona que mueve los hilos del emponzoñamiento familiar al tiempo que asiste impasible al desenlace. Con unos medios toscos y sonoros, Brindley Sherratt borda sin embargo un trabajo actoral de primer nivel, pintando un Arkel malhumorado y huraño, sin resto alguno de ese halo aulico que a menudo lo envuelve. El joven Damien Göritz presta su voz blanca, de emisión muy templada, a un retrato ciertamente perverso de Yniold, al que Tcherniakov recrea casi como una segunda Mélisande, en una proyección fatídica.