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¡A Palermo!

Madrid. 03/12/19. Teatro Real. Bellini: Il pirata. Javier Camarena (Gualtiero). Sonya Yoncheva (Imogene). George Petean (Ernesto). Marin Yonchev (Itulbo). Felipe Bou (Goffredo). María Miró (Adele). Coro Intermezzo. Orquesta Sinfónica de Madrid. Emilio Sagi, dirección de escena. Maurizio Benini, dirección musical.

En el arte, tanto como en la vida en general, incluso más si me apuran, nos encontramos muchas veces con que, ante un mismo hecho, no existe una sola verdad o, al menos, un sólo camino para llegar a ella. "A la música se llega por la música", me repite muchas veces el grandísimo Antón García Abril, con ese énfasis suyo tan característico, a medio camino entre la ilusión de estar siempre empezando y la conclusión de quien lleva mucha vida entregado a la música. Y es que esta, la música, es un maravilloso cruce de caminos entretejidos donde, teniendo como aliada a la partitura (y respetándola), se pueden ofrecer y disfrutar una infinidad de emociones y sensaciones, dependiendo de quien esté interpretándola. Con todo, quizá la música sea el lugar donde la verdad es más voluble.

De un tiempo a esta parte, Il pirata, una de las primeras óperas de Vincenzo Bellini, está cobrando una inusitada presencia en los escenarios de todo el mundo. Hay quien dice que ya no hay voces para la ópera... pero resulta que una de las óperas más complicadas de cantar de todo el repertorio (el habitual y, en este caso, el infrecuente) está volviendo a la vida gracias a un nutrido puñado de voces que quieren ofrecer su verdad sobre ella. Ya sólo en el papel protagónico, sopranos como Saioa Hernández, Sondra Radvanovsky, Yolanda Auyanet, Angela Meade, o Anna Pirozzi la han cantado, la están cantando o la van a cantar próximamente. Yo me alegro de vivir cada momento que estoy viviendo, qué quieren que les diga... y si ahora toca una ducha de Piratas, pues "irradiami d'amore e più non sorga il di!", que decía aquel. 

Quien se haya acercado a esta ópera por el camino de la grandísima Montserrat Caballé, habrá quedado cautivo para siempre de ese "A Palermo!" tan suyo del primer acto, en el papel que ella, ELLA, consideraba más difícil de abordar. El título escogido y estas vueltas en torno a la verdad espero que sirvan para ejemplarizar cómo con sólo dos palabras, con una entonación, se pueden decir tantas cosas diferentes. Esta verdad sobre la que ahora escribo es ya la tercera de una esperada tanda de ocho en dos temporadas, empezando con Bellini desde Verdi en A Coruña con Saioa Hernández y Juan Jesús Rodríguez y después de La primera vez en Catania, con Miquel Ortega a la batuta. Aquí, para quien no leyera aquellas, tengo que insistir en lo que supone Il pirata como eclosión del romanticismo italiano en la ópera, ¡cómo un nuevo camino! Es el empuje de las nuevas corrientes... al mismo tiempo que Bellini estrenaba esta partitura (1827) asegurando aquello de "tengo en mente un nuevo estilo", un Schumann adolescente andaba a vueltas con inéditas expresiones para el concierto para piano: "tengo que pensar en algo más". Cada uno en su sitio, pero revelador, ¿no les parece?

Una partitura colmada de espressione, violenta, donde el drama late en sus compases y donde la música se pone al servicio del teatro, desarrollándose, por otro lado, un hecho trascendental: la soprano como protagonista absoluta, como eclipse de todo. Una figura irrenunciable tanto en hitos donizettianos como mismamente bellinianos, que presuponen la figura de una gran dama sobre la que todo tiene lugar, dramática y musicalmente, ¡además de la primera escena de locura belcantista!. Imogene, decia, ve la luz en 1827, es la primera de ellas. Nace inmediatamente antes que la trilogía (o tetralogía) Tudor de Donizetti, antes que Lucia di Lammermoor y por supuesto antes que Norma, Elvira en I Puritani, o Amina, la Sonnambula. Además, muchas de ellas comparten al libretista Felice Romani como valedor de sus éxitos. De hecho, Romani puso texto en 1822 a una hoy día desconocidísima ópera de Donizetti: Chiara e Serafina (dos mujeres a falta de una), que lleva por subtítulo “ossia Il Pirata”, con escenario en la isla de Menorca. Los bucaeros siempre han estado muy en la moda de lo romántico.

 

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En ocasión del estreno en la obra en Madrid (¡casi 200 años después!) el Teatro Real, en coproducción con La Scala de Milán ha buscado a una de las grandes sopranos de la actualidad, Sonya Yoncheva, para dar vida a la protagonista. Una artista en pro del drama, de timbre carnoso, homogéneo, tersísimo en el centro, agudo resuelto (con alguna afinación comprometida) y sin sonidos espúreos en los complicados descensos al grave. Sortea los exigentísimos requerimientos técnicos de la partitura con inteligencia, pues falta el sobreagudo descollante, un trino más resuelto, pero su creación es sin duda muy disfrutable en todo momento, especialmente en el dúo con Ernesto: Tu m'apristi in cor ferita, muy bien fraseado, con ese sentido del drama maravilloso que comentaba, tal y como sucede en el encuentro que le sigue con Gualtiero (imposible que a uno no se le vaya la cabeza a Puritani aquí) y por supuesto en su escena final, cuya magia, con ayuda de escena y foso, supo elevar y mantener hasta la última nota.

A su lado, el distinguidísimo, depuradísimo, sutilísimo (se me van a acabar los sufijos) Gualtiero de Javier Camarena. Las formas del mexicano - como las del canario Celso Albelo que canta en el segundo reparto - son las del verdadero bel canto. Vuelvo a los caminos y las verdades. Como todos tenemos nuestra mochila de recuerdos y experiencias, con la que nos hemos formado, decir que Luciano Pavarotti lo ha significado todo en mi concepción del tenor donizettiano. Ningún otro tenor podía abrirme una ventana que me inundase de luz en Donizetti. Camarena entonces debutó el Edgardo de Lucia di Lammermoor y me hablaba de cómo cantarlo en realidad, de la idea de bel canto equivocada que teníamos. Yo, para mis adentros, me decía: ¡Dudar del paradigma! ¡Oh sacrilegio! Con aquel Edgardo, digamos que descorrió las cortinas de una nueva verdad para mí. Luego, hace nada, cantó L'elisir d'amore (Todo esto sin salir del Teatro Real) y con aquella Furtiva que bisó, ¡me lanzó por la ventana! En Bellini se repite la fórmula: Conquistar en el bel canto a través de la honestidad, exponerse a tal riesgo con partituras endiabladas, no es nada sencillo, quizá sea de lo más complicado que se puede hacer en la ópera, y Camarena lo hace, se lo impone, es su concepto, su verdad. Sólo por ello debemos estarle agradecidos. Siempre será mejor un cantante honesto que pueda no tener su mejor día, que un músico que no arriesga o, lo que es peor, juega al engaño con el público o la partitura.

La fidelidad de Camarena al pentagrama es paroxismo belcantista, aun con una particella incomodísima ya no sólo en los tremendos agudos (que llegaron a ponerle en algún compromiso), sino por llevar al límite la zona de paso de la voz. Muchas veces no recaemos en que hace dos siglos la técnica de canto, en este mismo Pirata que estrenó Rubini (quien recurría a los falsetone en la zona alta), era otra bien diferente a la de ahora, cuando además hemos subido la afinación, volviendo algunas escenas prácticamente imposibles de cantar. ¡Y es que Bellini lo quería todo! ¡Quéria la máquina de cantar-matar! Un tenor capaz de todo que, además, no se despeinase. O cortas compases por algún lado, o seguramente el tenor termine ahí su carrera. Afortunadamente, Javier Camarena no goza sólo de un bello instrumento, sino de una gran inteligencia para manejarlo, que suele ser incluso más importante. Su fraseo es siempre vivo, sentido, imprime carisma y el detalle en la filigrana cánora es proverbial. Su página solista del segundo acto, Tu vedrai la sventurata, queda ya en el recuerdo del Teatro.

Completó el trío protagonista el estupendo Ernesto de George Petean, de timbre agradecido y que resuelve con acierto tanto la zona aguda por la que le hace transitar el compositor, como el déjà vu rossiniano con el que imprime su parte. Entre los papeles comprimarios, destacar la labor de María Miró como Adele, de excelente factura cánora una vez más. Aprovechen ahora en Oviedo y Sevilla, donde cantará la marquesita de El barberillo de Lavapiés con el que brilló en la Zarzuela.

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Pirata
, pues, supone pues el inicio de un momento histórico en la ópera y lo es gracias a que recoge todo lo que el joven Bellini ha alcanzado con apenas dos óperas anteriores, de las cuales podríamos decir que bebe. Así, esta nueva obra tiene de su Bianca e Fernando, pero al mismo tiempo reconocemos en ella otras músicas posteriores (hagamos el camino a la inversa) como son su Norma o sus Puritani. También en Donizetti: innegable es su influencia en Lucia di Lammermoor o Roberto Devereux, llegando hasta el Verdi primerizo con I Masnadieri o Ernani, al de su etapa media con Il Trovatore, y también al más maduro, pues la relación con Otello en su arranque es clara (cosas del drama, evidentemente). Y luego Wagner, el de sus inicios, que siempre idealizó su figura. A Maurizio Benini a la batuta no se le puede poner pega alguna, cuando respeta desde el calor y la tradición el arte del bel canto. Acompaña a los cantantes e imprime drama, ya desde la sinfonía inicial, con momentos bellísimos en el final del dúo entre Imogene y Ernesto, por supuesto el concertante del primer acto, o las escenas con el coro, todas ellas sensacionales, demostrando la alta calidad de los cuerpos estables del teatro cuando están en buenas manos, más allá de la encomiable labor de Andrés Maspero como director del coro.

Por su parte, Emilio Sagi vuelve a firmar una producción con sus mejores rasgos definitorios. Aquí con la ayuda de Daniel Bianco en la escenografía y Pepa Ojanguren en el vestuario, se logra una belleza plástica imponente. Jugar a la belleza es necesariamente complicado y tiene muchos riesgos, pero cuando se acierta, en pro de una música como esta, cuya valía reside no en el drama de una trama insulsa, sino en el esplendor de las voces y la orquesta, es pura maravilla. La caja escénica diseñada es tan funcional como determinante al mostrar los distintos cuadros: lo estético, lo estático, el frío, el pueblo que observa... y luego la escena final, con una capa enorme que alcanza el techo, todo tan lúgubre, tan gótico, tan lordbyron, que es de una hermosura que arrebata los sentidos. El trabajo de Bianco y Ojanguren es extraordinario. Extraordinario. 

En esta vuelta a la vida que está teniendo Il pirata de un tiempo a esta parte, me atrevería a decir, a falta de escuchar los otros dos repartos, que el Teatro Real ha conseguido ofrecer una de las mejores versiones posibles de este título en la actualidad. Unas voces incontestables, una batuta respetuosa y viva al frente de unos cuerpos estables notables y una propuesta escénica bellísima. Luego habrá quien diga que en Madrid no saben atraer voces o hacer repartos... pero este Pirata quedará como uno de los grandes aciertos de Joan Matabosch en su paso por el coliseo madrileño. 

Fotos: Javier del Real.