Falacia Ad Antiquitatem
Madrid. 31/01 y 03/02/21. Teatro de la Zarzuela. Moreno Torroba: Luisa Fernanda. Yolanda Auyanet / Maite Alberola (Luisa Fernanda). Javier Franco (Vidal). Jorge de León / Alejandro del Cerro (Javier). Rocío Ignacio / Leonor Bonilla (Carolina). Maria José Suárez (Mariana). Antonio Torres (Luis Nogales). Didier Otaola (Aníbal). Emilio Sánchez (Don Florito). Nuria García-Arrés (Rosita). Román Fernández-Cañadas (Don Lucas), entre otros. Coro del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Davide Livermore, dirección de escena. Karel Mark Chichon, dirección de orquesta.
Apelar a la tradición, sin mayor argumentación, como garantía y centinela de la lírica, es algo a lo que, por desgracia y en consonancia, estamos más que acostumbrados. La superioridad de lo consuetudinario, de lo histórico, frente a las nuevas miradas. Su supuesto mayor respeto al arte, o su mejor comprensión por parte de público y artistas no tiene por qué ser siquiera verdad. Lo que en filosofía viene denominándose como una Falacia Ad Antiquitatem. Tampoco es que lo Novitatem tenga que ser mejor por el simple hecho de ser novedad. De hecho, el Teatro de la Zarzuela viene demostrando todo ello desde hace relativamente poco tiempo. Y hay que dar gracias, muchas gracias por ello. Llama mucho la atención que, precisamente en nuestro país, sin duda sea la zarzuela el género que más ha de luchar contra su propio público.
La Zarzuela es un templo de 164 años de vida, por el que han pasado las voces de mayor renombre durante décadas: Maria Callas, Luciano Pavarotti, Plácido Domingo, Montserrat Caballé, Teresa Berganza... en un escenario siempre arreglado en coordenadas pertenecientes a la más antigua de las usanzas. Sin embargo, poco a poco, nuevas latitudes se han ido introduciendo en él. Sin que haya supuesto, precisamente, la destrucción de la zarzuela. Ni mucho menos. Tomaré las últimas temporadas como patrón, coincidiendo más o menos con el desembarco de Paolo Pinamonti como intendente y su sustitución por el actual director de la casa, Daniel Bianco. En ellas hemos disfrutado de, por supuesto, propuestas "tradicionales" muy acertadas, firmadas por popes de la escena como Del Monaco (Las golondrinas), Pizzi (La gran duquesa de Gérolstein), Sagi (Katiuska, El cantor de México, La del manojo de rosas) o Plaza (El gato montés, Los diamantes de la corona). Al mismo tiempo, el vaso ha quedado medio vacío con otros nombres clásicos como Tambascio (El sueño de una noche de verano, La guerra de los gigantes), Pasqual (Doña Francisquita) o el propio Plaza, con una oscurísima Verbena de La Paloma. Igual ha ocurrido con algunos nombres más actuales de la dirección escénica: La villana de Natalia Menéndez me pareció cargada de errores, al igual que la Carmen de Ana Zamora, y Viento es la dicha de Amor, con Andrés Lima al frente, diría que ha sido lo peor que he visto en este teatro.
No obstante, en este ejercicio de recopilación y reflexión, las mejores noches en la calle Jovellanos, en cuanto a escena se refiere, me las han dado firmas como las de Miguel del Arco, con la absoluta genialidad de Cómo esta Madriz; Paco Azorín con María Moliner y la extraordinaria Maruxa, María Cabeza de Vaca y el chapapote mediante; la ya siempre recordada Curro Vargas de Graham Vick, pseudo-sacrílega procesión incluída y, más recientemente, Bárbara Lluch y ese bastón de Bernarda partiéndose en La casa de Bernarda Alba. Porque es necesario sobrevivirse, cuando llegue el momento, Del Arco, Azorín o Lluch serían apuestas maravillosas para continuar con la labor de Pinamonti y Bianco al frente de la zarzuela.
Toda esta introducción supone un intento por reflejar un hecho: la zarzuela estará viva siempre que le insuflemos nueva savia. Acertando o equivocándonos, creando polémica, debate, reflexión. Siempre que se le sumen nuevas miradas que vivan el teatro de hoy desde la tradición o la vanguardia, pero que lo sientan realmente, con propuestas estudiadas, meditadas; con un por qué, aunque este no termine por entenderse. Me parece absurdo estar escribiendo esto, pero ante las reacciones que generan algunas nuevas producciones, se me antoja necesario. En este sentido, que la Zarzuela presente una obra icónica como Luisa Fernanda en manos de un director internacional como Davide Livermore ha de ser, por fuerza, una celebración.
El italiano toma como eje el cuarteto amoroso, en el que se centra la propuesta, con la contienda en segundo plano, tal y como indicaron Romero y Fernández Shaw tras el estreno: "No hemos querido valernos de ella más que para ambientar la obra que gira en torno a una trama amorosa". Para darle vida tira de recurso fácil: el cine. Una de las premisas más manidas de la dirección escénica, aunque otorgándole un porqué algo distinto, a modo de twist, que termina, no obstante, por desdibujarse. El cine como lugar de reunión, de encuentro, durante los años 30 y 40. Una de las novedades populares de la época que terminaron de dar la puntilla a la zarzuela. Precisamente Luisa Fernanda (1932), junto a La del manojo de rosas (1934), supusieron en la práctica el canto del cisne del género. De sus gloriosos estrenos, al menos. A un estreno de cine parece invitarnos Livermore, recreando uno de ellos en el mítico Cine Doré (aunque en aquella época ya no se estrenasen películas allí, ante la decadencia del barrio). Los personajes principales nos son presentados en pantalla gigante, tal y como ocurre en su fallida producción de Norma, también con escenografía de Giò Forma. Eso sí, aquí pantalla y proyecciones arrojan mejores resultados, corriendo ahora a cargo de Pedro Chamizo, siempre garantía. Durante los primeros cuadros de la zarzuela, la mole giratoria se hace con todo el escenario, con toda la acción. Tragándosela, terminando por resultar tan monolítica como insustancial. No parece haberse querido sacar mayor provecho del lugar (¡las pipas y las chinches del Doré!) ni del imaginario propio o popular, y la sala de cine bien podría haber sido también La Mallorquina, La Vía Láctea, o la puerta del Primark, verdaderos lugares de encuentro madrileño a lo largo del tiempo.
La escena gana enteros al finalizar el segundo acto, con el estallido del levantamiento popular. Livermore consigue aquí arropar a la acción y a los personajes, al mismo tiempo que la pantalla acaba posicionándose en un segundo plano, ya a modo casi de proyección a la antigua usanza. Llegado el tercer acto, se cubre de espigas y lilas para crear, a la fuerza, un cuadro más tradicional en la Extremadura de Vidal. En la dirección de actores, el regista italiano detalla expresiones y acciones, dota de mucha vida propia a cada personaje y les hace moverse con la música. El movimiento de masas es, por otro lado, errático y el coro es a menudo suprimido de la escena, o embutido en los laterales del escenario. No llego a entender la intervención del cuerpo de baile en algunos momentos, como al comienzo de Caballero del alto plumero, pero su trabajo siempre es vistoso y acertado en manos de Nuria Castejón, en cualquier caso. Al igual que el vestuario de Mariana Fracasso, que encuentra sus mayores creaciones en los figurines de la Duquesa.
Entre el cuarteto protagonista, destacar la labor de Javier Franco como Vidal. Sustituyendo a Juan José Rodríguez, de baja por laringitis, el día 31 era la tercera función seguida en la que se metía en la piel del hacendado, sin duda personaje complicado y exigente en toda su extensión. Muchísimo mejor en la cita del 3 de febrero, tras unos días de descanso en el teatro, mostró un hombre coherente en lo dramático, del que su decisión final no nos pilla por sorpresa. Más desguarnecido el grave, domeñó la tesitura de Vidal, numerosas incursiones en el agudo incluídas, siempre buscando el matiz y con un fraseo estudiado y cuidado. Muy aplaudido en Luche la fe por el triunfo, se mostró excelente también en su dúo con Luisa Fernanda, En mi tierra extremeña.
Junto a él, dos luisas muy diferentes entre sí, que crearon dos caminos igualmente acertados para dar vida a la protagonista. El canto, la emisión, las formas de Yolanda Auyanet son canónicas. Su sutilidad emociona. El timbre es homogéneo en toda su extensión y el fraseo, igualmente, modélico. Destacó sobremanera su Cállate corazón, así como el parlato frente a la Duquesa Carolina. Muy cuidada la dicción, sus formas en el decir, en el drama, son completamente creíbles, dibujando una Luisa completa, brillante. Por su parte, Maite Alberola presentó también una notable protagonista, de timbre ancho y agudo brillante, poderoso, con un dúo del tercer acto junto a Javier con el que, a quien escribe, se le paró el tiempo. Uno de esos momentos tan, tan emocionantes, que hacen que todo valga la pena.
Ese Javier del que hablo junto a Alberola fue interpretado por Alejandro del Cerro, quien regaló un militar excepcional. Con una romanza inicial donde aún no terminó de encontrarse, el resto de sus intervenciones fueron modélicas. Por fraseo, por color, por ardorosos acentos cuando así le son requeridos, por desplegarse sobre el lirismo cuando la partitura lo necesita. En otras coordenadas, al mismo tiempo disfrutables, su compañero Jorge de León en el primer reparto. El tenor canario mostró en todo momento un instrumento rubusto, compacto, de agudo brillante y percutiente, que supo llevar a buen puerto en cada número.
Las voces que dieron vida a la Duquesa, y que acompañaron a ambos tenores, crearon el empaste necesario como pareja. Así, la Carolina de Leonor Bonilla es un dechado de sutilezas, de recovecos, con filados y messa di voce (¡ese final de la mazurca!), amén de mostrar una presencia escénica apabullante. Pero apabullante. Todo el segundo acto, especialmente la escena de la rifa, fue extraordinario en su hacer. En el primer reparto, la voz de Rocío Ignacio se resuelve en una voz generosa, de centro amplio y agudo algo agrio, de dilatado vibrato. Con una vis dramática siempre correcta y momentos, en el canto y a mi parecer, algo histriónicos.
Excelente plantel de secundarios, destacando en primer lugar la Mariana de María José Suárez, sobre todo a medida que avanza la función y siempre de acertadísima vis cómica. No se puede negar que la historia de la zarzuela en este país la han hecho también secundarios como Suárez, imprescindibles en el disfrute de tantos y tantos títulos y funciones. Maravillososo igualmente el Aníbal de Didier Otaola, simpático, fresco, como requiere el personaje y muy, muy teatral, al igual que el Luis Nogales de Antonio Torres. Sus frases finales, su manera de decirlas, son oro. Conseguir el todo en cuatro frases, no es fácil. Correctos la Rosita de Nuria García-Arrés y el Don Florito de Emilio Sánchez, así como el resto del reparto, con numerosos participantes del Coro del Teatro de la Zarzuela. Señalar aquí, muy especialmente, la intervención de Francisco José Pardo como Saboyano. Exquisito.
El coro, más allá de lo mencionado anteriormente sobre su disposición escéncia, estuvo siempre notable en sus intervenciones, a pesar de ciertos desajustes internos, quizá provocados por dicha colocación, o tal vez por la batuta de Karel Mark Chichon. Tras unas estupendas, desde el foso, La del manojo de rosas y el programa doble formado por La vida breve y La tempranica y La tempranica, en la que la orquesta tuvo que ser reducida por las medidas sanitarias necesarias ante el covid19, en esta ocasión sí he podido apreciar en mayor medida la obligatoria reducción. El director letón-gibraltareño se enfrentaba a su primera zarzuela completa y las circunstancias, me hago cargo, no han sido las óptimas. Con todo, su lectura al frente de la Orquesta de la Comunidad de Madrid, siempre correcta, a mi parecer ha pecado de cierta rigidez, de falta de dinamismo y de concordancia, en ocasiones, con los cantantes y sus medios, sin ningún momento especialmente destacable, como sí consiguieron García-Calvo y Gómez Martínez respectivamente en los títulos apuntados, con medios igualmente mermados. De similares resultados, siempre adecuados, los de David Gómez Ramírez el día 3.
Termino aquí, volviendo al comienzo de mis líneas, con las dolorosas palabras con las que el Teatro Kamikaze ha echado sus puertas recientemente. Una luminiara del teatro contemporáneo y de la visión actual sobre la tradición de las tablas: "La modernidad nos habrá hecho creer que podíamos escapar, burlarnos de la continuidad, aplaudir las rupturas, creer que la Historia estaba muerta. La Historia no está muerta, va a despertarnos". Ensayo, de Pascal Rambert.
Fotos: Javier del Real.