Todas locas
Madrid. 23/12/22. Teatro Real. Bellini: La sonnambula. Nadine Sierra (Amina). Xabier Anduaga (Elvino). Roberto Tagliavini (Rodolfo). Rocío Pérez (Lisa). Isaac Galán (Alessio). Monica Bacelli (Teresa). Gerardo López (Notario). Coro Intermezzo. Orquesta Sinfónica de Madrid. Maurizio Benini, dirección musical. Bárbara Lluch, dirección escénica.
Que la historia, hasta hace relativamente bien poco, la han construido los hombres, lo tenemos claro. También culturalmente hablando. Por ello, no es de extrañar que durante el Romanticismo, donde las pasiones y revoluciones varias marcaron el devenir de los protagonistas en todas las expresiones artísticas, en la ópera muchas de las mujeres acabaran por presentarse como víctimas de una "locura" que las llevaba al paroxismo de sus sentimientos. De ahí que surgieran las conocidas escenas o arias "de la locura" en muchas obras del XIX, imaginadas y escritas por hombres.
Encontramos algún atisbo en personajes masculinos, como podría ser el Bagnato il sen di lagrime de Roberto Devereux, pero por lo general son ellas quienes sufren estos "accesos", principalmente al llegar el final de la obra y por razones varias. En el propio Devereux y su Elisabetta de Donizetti, pero también, entre los títulos más conocidos, en Lucia di Lammermoor, Anna Bolena I Puritani, Il Pirata, Hamlet o Mefistofele. Por citar sólo unos pocos. En todos ellos esa "locura" no es tal o está determinada, en todo caso, por la opresión y el comportamiento de los hombres a su alrededor. No me malinterpreten, por favor, estas páginas son absolutas maravillas musicales, e incluso dramáticas. La cuestión es que, en 2022, merece la pena adentrarnos en saber, estudiar, mostrar en los teatros qué ha empujado realmente a estas mujeres hacia esas situaciones. En el caso de Amina, protagonista de La sonnambula de Bellini que ahora sube a escena el Teatro Real de Madrid, se achaca a su sonambulismo, pero ¿qué hay detrás de ese sonambulismo? ¿Podemos seguir mostrando este trastorno, hoy en día, como pura locura? Y sobre todo: como público, ¿terminamos de creérnoslo? Como siempre, son estas preguntas absolutamente abiertas que planteo aquí y que cada uno ha de responderse a sí mismo desde su butaca, sin que haya aciertos o errores en las contestaciones.
Con todo ello, no puedo si no señalar como certera - y necesaria - la visión de Bárbara Lluch sobre el escenario. A buen seguro, la mayoría de señores de, por lo general, cierta edad, que conforman el grueso de la crítica musical (no todos) habrán tildado esta propuesta de feminista y, a su vez, este movimiento de peligroso, de moda o de extremo. No me voy a equivocar. El feminismo no es nada de eso y, en fin, estamos ya muy mayores todos para desarrollarlo aquí, pero es que la lectura de Lluch, a mi entender, no se pretende dentro de esa filosofía sino más bien, diría, en la naturalidad y desarrollo orgánico que habitualmente persiguen sus propuestas (El sonambulismo de Amina es la respuesta fisiológica a la presión que ejerce Elvino, su madre, la sociedad sobre ella), tal y como hemos podido ver, por ejemplo, en La casa de Bernarda Alba o en El rey que rabió, ambas en el Teatro de la Zarzuela.
Cuando acudo al teatro, lo que espero es que me hablen desde el momento en el que vivo. Sea la obra un Bezerra, un Velasco, un Rivas o un Eurípides. Del mismo modo en la lírica. Como espectadores, para que el escenario continúe vivo y nos pueda seguir ya no hablando, sino formando como sociedad, necesitamos que se nos planteen lecturas, alternativas e incluso retos proyectados desde el pulso de la actualidad. Si ofreciéramos lecturas continuadas tal y como se construían y servían en la época de cada estreno, asistiríamos a una museización del teatro. ¡Y los museos son maravillosos! Pero estaríamos ya en otro concepto y en otro posicionamiento frente al arte... al que estamos tratando, precisamente, de dar vida. En este sentido, que Lluch dote de sombras, pero también de luces al personaje de Lisa, que nos presente al Conde como un Don Juan que, tal y como se extrapola del texto, está a punto de abusar sexualmente de una mujer sin voluntad ni capacidad de decisión o que, finalmente, Amina decida mandar lejos a Elvino tras su comportamiento... yo sólo puedo aplaudirlo. Si esa Amina está loca, entonces locas estamos - o deberíamos estar - todas.
Por lo demás, el trabajo de la directora se vale de un grupo de bailarines que completa la acción, retratando los miedos y ansiedades de la protagonista, y sitúa la acción entre la deforestación de un lugar indeterminado. No por sumar ningún otro mensaje tengo la sensación (aunque, tal vez, la ecoansiedad también empuje a Amina al sonambulismo, ¿por qué no?), sino más bien, quizá me equivoque, por acercar en coordenadas espaciales y temporales la acción de la trama a nuestra sociedad, donde sí pueden encontrar reflejo los celos, los abusos, la sumisión que conduce a la supuesta locura. Lo pastoril, lo campestre, pierde aquí su esencia bucólica, propia del Romanticismo de la época, y lo traslada a un juego de espejos con los escenarios que el cine y la literatura, principalmente, nos han atemorizado desde tiempos atrás. Pocas cosas pueden dar más miedo que un bosque, ciertamente... y todo puede tener cabida en él. Recuerden el Don Giovanni de Claus Guth en el propio Teatro Real, sin ir más lejos. Las Leyendas de Bécquer y las historias de los hermanos Grimm podrían haber tenido lugar en esta misma escenografía, pero también películas como Midsommar o El hombre de mimbre... o The Ritual y The Evil Dead. Para ello, impecable es la labor del equipo escénico, con escenografía de Christof Hetzer, iluminación de Urs Schönebaum y vestuario de Clara Peluffo.
Aquí no hay posesiones infernales, ni sectas o brujería. Sí una sociedad intransigente, presentada por un Coro Intermezzo estático en la medida de lo posible, juzgando sin formar parte y que, en lo cánoro no tuvo su mejor noche y que no fue bien recibido por parte de los asistentes en los aplausos finales. Sobre la creación de los personajes principales, Lluch es prolija en detalles, apabullante en el pequeño gesto, en la inflexión. El retrato de Rodolfo se edifica desde sus primeros pasos sobre el escenario. Mucho dice de aquella aldea de sus recuerdos aunque, evidentemente, se la trae al pairo el devenir de sus lugareños. Elvino se delata en sus miradas... ¡Tremendo el juego escénico con Ah! Perchè non posso odiarti! ¡Y el tamborileo de dedos que marca Amina sobre el tejado en su escena final!
Otro ejemplo de todo ello fue la extraordinaria vis dramática de Rocío Pérez como Lisa, quien demostró no sólo unos medios vocales apabullantes para su personaje, sino también una recreación de primer nivel en lo actoral. Tras una delicada, etérea cavatina introductoria, Tutto è gioia, y de explicarnos que prefiere ser libre a casarse con cualquiera, todos sus sentimientos y contradicciones son revelados en una sutilísima construcción de gestos y movimientos. Durante la entrada del conde, por ejemplo y las páginas que le siguen con ella en el escenario, es imposible apartar la vista de Lisa. Ya en el segundo acto, la soprano madrileña derrochó arte y musicalidad en De' lieti auguri a voi, con abrumadora seguridad en el sobreagudo y cuidado manejo de dinámicas y fraseo.
Su personaje es vilipendiado por Elvino, quien no admite que ella, siendo una mujer soltera, haya podido tener algo con un hombre (Rodolfo) antes de comprometerse con él. Es un personaje un tanto desagradable. No digo a la altura de un Pinkerton o un Duca di Mantova, pero ciertamente áspero en su proceder. La cuestión es que tiene una particella y algunas de las páginas más bellas ya no belcantistas, sino de toda la historia de la ópera. Desde luego, es el personaje masculino más bello de todo el imaginario belliniano, que ya es mucho. El gozo que supone escucharle en una voz como la de Xabier Anduaga supone un auténtico lujo. Pocas veces, quien escribe, ha podido arrobarse los sentidos con un personaje masculino en el bel canto como al escuchar este Elvino. Puritani, Viva la Mamma, Cenerentola, Lucrezia Borgia, Kenilworth... Habiendo dejado ya atrás a Rossini y con Edgardo como una de sus próximas metas, el bel canto supone el lugar natural de Anduaga. Su voz se desplegó aquí tan portentosa como voluble, un auténtico derroche cánoro atento, no obstante, a dinámicas y filigranas. Prendi l'anel ti dono y la segunda parte de la escena, en esa suerte de dúo bipartito que supone la página, con su cabaletta final, supuso un momento de auténtica magia y suspensión, de las que a uno se le agarran con fuerza a la memoria de las emociones. Si eso no es la ópera, no sé muy bien qué podría serlo. Agudos pletóricos, torrente en el volumen, morbidezza de lo más sugestiva en el registro medio y una variedad suficiente en el decir que dotaron de humanidad a su personaje... y suponiendo el debut del mismo. El Elvino de Anduaga lo tiene, ya, todo.
La expresividad y abandono de Elvino, al igual que la de Amina, principalmente, se vio un tanto mermada por una dirección de orquesta, diría, un tanto lenta de más. Al frente de la Sinfónica de Madrid, la lectura de Maurizio Benini no alcanzó las cotas dramáticas que se pudieron disfrutar en su Pirata belliniano, en el mismo Real. Sin ser una interpretación en absoluto manca de idiomatismo o relativo drama, algunas secciones, especialmente los metales, no sonaron siempre a la altura esperada, mientras que sobre el escenario, dicha dilación en los tempi sirvió para el regocijo de los timbres y el sonido, de las voces como tal. Tratándose de Bellini, no es que hayamos salido perdiendo.
Faltaron, quizá, algunos acentos, un canto más variado en el Conte Rodolfo de Roberto Tagliavini para terminar de dibujar su personaje, aunque mostró en todo momento la nobleza necesaria en una linea de canto pulida y un timbre redondeado, especialmente en su página de salida. Correcto el Alessio de Isaac Galán y a destacar la Teresa de Monica Bacelli, musicalísima, sentida. Recordó enseguida a sus otras intervenciones en temporadas pasadas del coliseo madrileño, sino también a su gran profesionalidad en las grabaciones junto a Mehta, Pappano o Harnoncourt.
Quien también debutaba en el papel era Nadine Sierra como Amina. Aquí, perdónenme capitulación tal, pero razón tenía el mismísimo Mann en su Doktor Faust en que, al hablar de ciertas músicas e interpretaciones, relegar las palabras a adjetivos tales como "magnífico" o "maravilloso", no deja de ser una rendición ante lo sublime, como es el canto de la soprano estadounidense. No hay duda de que la cantante destila algo que no puede trabajarse: auténtico carisma. Se tiene o no se tiene... y ella posee el imán que pocos artistas muestran desde el primer minuto en que hacen acto de presencia. Su capacidad dramática es insultante y no muy a la zaga le sigue su forma de cantar. Su timbre es bello, terso, homogéneo, destila colores pastel. Representa una Amina de centro carnoso y agudo resuelto, con esmerada declamación y formas en el decir. El fiato demostrado, por otra parte, en Ah! Non credea mirarti resultó abrumador, tanto como el desahogo en las coloraturas y trinos de la cabaletta final. Una escena, sí, maravillosa, donde dudé sobre si, finalmente, salta desde el tejad. Quizá ese salto represente su liberación. La libertad sobre la que todos y, especialmente, todas, deberíamos poder decidir.