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El rey desnudo 

Barcelona. 16/02/2023. Gran Teatre del Liceu. Verdi: Macbeth. Luca Salsi (Macbeth). Sondra Radvanovsky (Lady Macbeth). Erwin Schrott (Banco). Francesco Pio Galasso (Macduf). Fabián Lara (Malcolm). David Lagares (Médico/Sirviente/Sicario/Heraldo). Gemma Coma Alabert (Dama de compañía). Jaume Plensa, dirección de escena. Josep Pons, dirección musical.

Hay mucho que comentar en torno al estreno anoche de esta nueva producción del Macbeth de Verdi con el artista plástico Jaume Plensa como gran reclamo. Personalmente les confieso mi más absoluta perplejidad cuando al bajar el telón en el Liceu, la mayor parte del público prorrumpio en aplausos y bravos. El mismo público que semanas atrás había abucheado la Tosca de Villalobos. El mismo público que fue inclemente con la Norma de Alex Ollé el pasado mes de julio.

En primer lugar es de justicia reconocer al Liceu y a su director artístico Victor Garcia de Gomar el mérito y la audacia casi visionaria a la hora de apostar por un proyecto de entidad plástica como este Macbeth, que seguramente ha situado al Teatre en los titulares de muchos diarios internacionales. Pero cuando un proyecto naufraga también es obligado decirlo; al menos, yo me siento en la obligación de hacerlo, incluso sin entrar en la demagogia de lo bien empleados o no que han sido los 2 millones de euros que ha costado esta nueva producción (todas las funciones están practicamente vendidadas y la inversión será bien amortizada).

Lo que más me preocupa es que si el trabajo que vimos ayer en el escenario del Liceu no lo firmase un señor llamado Plensa, al que no cabe negar su bien avalado renombre, sino un señor llamado Smith o Dubois o Strauss… si no hubiera sido un artista ‘de la casa’, el público local hubiera sido inclemente. El Liceu vive en una disyuntiva muy complicada -y decisiva- entre su vivencia local y su aspiración internacional. 

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Plensa ha confesado una larga fascinación con esta tragedia shakespeariana. Al bueno de Gerard Mortier, que en paz descanse, le pareció muchos años atrás que Plensa no estaba listo para hincarle el diente al Macbeth de Verdi. Y mi conclusión, a día de hoy, es que sigue sin estarlo. 

Sea como fuere, vayamos al detalle. Plensa plantea un trabajo donde imperan los espacios abiertos, con la caja del Liceu practicamente desnuda, apenas delineando algunos espacios con la atinada iluminación de Urs Schönebaum. Y entre tanto, aparecen los diversos elementos escultóricos y realizaciones plásticas con la genuina impronta de Plensa. Pero francamente, lo mismo valdrían para Macbeth que para cualquier otro título del repertorio. Un poco la misma impresión que se tiene a veces con algunos trabajos de Robert Wilson, quien parece aplicar su mismo código visual sin importarle demasiado la concreción de cada obra. Pero oigan, cómo eché de menos a Wilson anoche... Qué embarazo ante la tela blanca con el interrogante, con un ventilador detrás para agitarla... 

Y es que a estas alturas uno no puede quedarse con el discurso de lo atemporal y lo abstracto; ya estamos muy curtidos y muy mayores para conformarnos, como escuché entre el público anoche, con propuestas “que no molestan”. Me temo que no, el dinero público está para generar proyectos que muevan e inspiren; no se trata de no molestar. Hay además algunas ideas insostenibles en el discurso de Plensa. Lo de intentar resignificar a Lady Macbeth como un ser de luz, como ha insistido en varias declaraciones, es algo que no podemos comprar de ninguna manera. Una mujer que clama "Morte e sterminio sull'iniqua razza!”, en referencia a la estirpe de Banco, no puede pasar por un ser de luz.

Capítulo aparte merece también la coreografía de Antonio Ruz, realmente alejada del espíritu de la obra, acrobática en exceso. La impresión general, sumando todos los extremos de esta propuesta, es que Plensa se ha obsesionado con un título que no es para él. Porque la idea de trabajar con un artista plástico como él ni es nueva ni es mala, es fantástica, pero hay que acertar con el repertorio. Quizá una obra menos teatral y más alegórica, por ejemplo un Pelléas et Mélisande, o más estática en su desarrollo, como Tristan un Isolde, hubiera dado mejores resultados. Pero con Macbeth, me temo que no, la receta de Plensa no funciona. 

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Desigual fue la labor de Josep Pons en el foso, en su primer encuentro con esta partitura verdiana, en coordenadas ciertamente lejanas de su repertorio más habitual, como ya sucediera con el Don Pasquale que abrió la presente temporada en el Liceu. El primer acto estuvo cuajado de imperfecciones, con Pons demasiado concentrado en la partitura y muy poco atento a lo que sucedía en escena. El resultado fue un desajuste bastante manifiesto en el dúo entre los dos protagonistas ("Fatal, mia donna, un murmure"), así como una versión sin nervio ni grandeza alguna del sobrecogedor concertante que pone el broche a este acto.

Las cosas mejoraron un tanto durante el resto de la función, no creo que por mérito específico de Pons sino por el buen hacer de la orquesta, que se mostró esmerada, destacando el atinado trabajo de las maderas. Pons persiguió en todo momento unos tiempos demasiado cuadriculados y peca de un fraseo que apenas respira con los cantantes. Cuando les acompaña en las arias (fue el caso de "Una macchia…” y de “Pietà, rispetto, onore”) las cosas discurren algo mejor, aunque Pons tiende siempre a buscar más el relieve sinfónico que el realce teatral y eso pasa factura en una pieza como el Macbeth verdiano. 

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El rol protagonista, el italiano Luca Salsi ratificó una vez más ser el barítono verdiano de su referencia de su generación. Por instrumento, por acentos, por teatralidad, también por desahogo y por dominio de la parte, realmente irreprochable de principio a fin de la función, creciéndose conforme se caldeó el ambiente y contribuyendo a elevar la tensión de la velada, a pesar de la desnudez que rodeaba muchas de sus intervenciones. 

A su lado, Sondra Radvanovsky bordó también la parte de Lady Macbeth, a pesar de una voz donde hay cada vez más sonidos rebuscados (guturalidades, messa di voce que no se resuelven con nitidez, vibrato acusado en algunas franjas). Pero es una gran artista, sabe frasear, busca los recovecos del texto, acentúa con intención y es convincente en escena. Debo decir, en todo caso, y tuve la misma impresión en la Tosca de hace unas semanas, que no encontré aquí el mismo magnetismo y la misma desenvoltura que en la Sondra Radvanovsky de hace unos años. Quizá se trate, simplemente, del natural paso de los años.

Completando el elenco, resolvió con fortuna su parte el Banco de Erwin Schrott, con un instrumento sonoro, un tanto envarado como intérprete pero sin duda solvente para una parte como esta. Lo mismo cabe decir de Francesco Pio Galasso como Macduff, exhibiendo un instrumento genuinamente italiano, tanto en las formas como en los acentos; salió airoso de su página más expuesta, el consabido “Ah, la paterna mano”. Muy buen trabajado del resto del elenco (Fabián Lara como Malcolm y Gemma Coma-Alabert como Dama de compañía), destacando una vez más el instrumento de David Lagares.

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Desde anoche me he tomado el interés de hablar con muy diversos interlocutores acerca de lo visto en el estreno. Abonados de largo recorrido, aficionados a la lírica de reciente incorporación, gentes de Amics del Liceu, patrocinadores del Teatre, responsables de agencias de cantantes, músicos varios, artistas de otras disciplinas, otros colegas de la prensa… La perplejidad es manifiesta: muchos esperaban un sonoro pitido al finalizar la función y quedaron tan perplejos como yo mismo en mi butaca, al ver la lluvia de aplausos y la calurosa acogida.

Puedo entender, faltaría más, que se tenga cariño a un artista como Jaume Plensa, a quien no tengo en realidad nada que reprochar, más allá de su inadecuación para dar forma escénica a una tragedia como la de Macbeth. Pero hay que hablarle con franqueza al rey desnudo, para que no se lleve a engaño. El Liceu ha hecho una apuesta, valiente y arriesgada, y a mi parecer no ha salido bien. No pasa nada, no es grave, no es motivo para rasgarse las vestiduras, es parte del juego.

No me gusta hacer sangre cuando escribo; soy consciente de que detrás de lo que vemos en un escenario hay mucho esfuerzo, mucho trabajo, incluso mucha frustración, que entre lo que se quería y lo que se ha podido hacer va un trecho. Pero este Macbeth ha estado a punto de resultarme indignante, por el aire de complacencia que ha rodeado su estreno. Y es que cuando uno calienta mucho las expectativas, el souflé corre el proporcional riesgo de desinflarse súbitamente. No se puede anunciar a bombo y platillo que el Macbeth de Plensa iba a “cambiar la manera de mirar la ópera”, para luego asistir a lo que vimos.