Gilda y La Manada
Madrid. 02/12/2023. Teatro Real. Verdi: Rigoletto. Ludovic Tézier (Rigoletto). Adela Zaharia (Gilda). Javier Camarena (Duque de Mantua). Marina Viotti (Maddalena). Miguel del Arco, dirección musical. Nicola Luisotti, dirección musical.
El Teatro Real ha querido jugar fuerte con esta nueva producción de Rigoletto, contando para ello con un nombre de importante reputación en el mundo del teatro, Miguel del Arco, uno de los fundadores de la compañía Kamikaze (galardonada con el Premio Nacional de Teatro en 2017) y quien ya había tenido una primera tentativa operística con Fuenteovejuna, en 2022, en la Ópera de Oviedo.
La propuesta para este Rigoletto era atractiva sobre el papel pero el resultado ha sido sin embargo bastante desigual, sórdido por descontado, por su opción estética; aunque dejando una sensación general de déjà vu junto a cierta pretensión moralizante -otra vez, como con la Medea de Paco Azorín-. Además, como me decía el propio Ludovic Tézier, era inevitable no tener la impresión de que “esto no es Rigoletto” sino, añado yo, una dramatización interesante que hace pie en Rigoletto para llevarnos hacia otros lares. Y esto es un gran problema de la lírica en nuestros días, como si Victor Hugo y Verdi no se bastasen ya para conmovernos.
Con Miguel del Arco, en realidad, la representación gira mayoritariamente en torno a la figura de Gilda, tomada como alegoría del repetido abuso que nuestras sociedades modernas han hecho, hacen y mucho me temo que harán de las mujeres, concebidas como mercancías, reducidas a cuerpos, cosificadas y denigradas. Explícitas o no, la representación abunda en violaciones, felaciones, abusos grupales, gritos de sufrimiento extremo… nada que no veamos reflejado cada día en un telediario cualquiera, con las redes de trata de blancas, las violaciones en grupo grabadas con smartphones o la galopante difusión de la pornografía entre niños de apenas diez años.
En este sentido tiene buen tino Miguel del Arco intentando contarnos que no hay tanta distancia entre la corte del Duque de Mantua y las manadas de abusadores que han inundado los titulares de nuestros medios en los últimos años. No en vano el propio Miguel del Arco estrenó en 2019 la obra de teatro Jauría, a partir de las transcripciones de las declaraciones de los acusados durante el proceso de enjuiciamiento a los miembros de La Manada, que no es otra cosa que ese coro masculino de cortesanos en torno a la figura despiadada del propio Duque de Mantua, un violento, un putero, un tipo vil y despiadado, sin escrúpulos.
Miguel del Arco acierta al poner el acento en esta historia de abusos y dominación, de patriarcado, pero es que Rigoletto es mucho más que eso. Por algo, no en vano, la obra se titula Rigoletto y no Gilda. Y es que en la propuesta de director el personaje de Rigoletto queda en un segundo plano: su desgraciado carácter, su personalidad marcada por su físico, todo aquello que estaba ya en el Triboulet de Víctor Hugo y que fascinó a Verdi, se queda atrás, muy descafeinado y todo vuelve a reducirse en un intento -de un director de escena varón, dicho sea de paso- por contarnos hasta qué punto Verdi podía ser ya feminista en 1850, como intentó también convencernos Paco Azorín con una desnortada Traviata en Peralada.
Qué manía con ver feminismo donde no lo podemos ver; por supuesto que hay algo de acuciante modernidad en la propuesta verdiana, pero de ahí a mirar este libreto en una clave puramente feminista, va a un trecho. Necesitamos feminismo, mucho feminismo, pero no lo podemos meter con calzador allí donde no cabe.
Con todo lo dicho la propuesta de Miguel del Arco -sonoramente abucheada, por cierto, pero esto es lo de menos- no es que sea una propuesta provocadora, ese no es el problema, el asunto es que ya hemos pasado por aquí, tiempo atrás, y hay muchos recursos y lugares comunes que ya hemos visto previamente, como esa idea de los cortesanos aplaudiendo a Rigoletto después del ‘Cortigiani’, como si todo hubiera sido una más de sus gracias para entretenerlos.
Hay buenos detalles, que conviene no obstante subrayar. El primero de ellos es que Gilda sale por fin de ese retrato cursi e infantil al que ha sido reducida en tantas ocasiones; es una mujer que busca independencia para vivir su vida sin sentirse atada a la pata de la cama. Una Gilda feminista, dice Miguel del Arco, pero no porque él la retrate así, sino porque ella misma ya es feminista (el director de escena la equiparaba a Antígona en una rueda de prensa… mucho me parece, pero bueno…). En este sentido, pudimos ver a Gilda recluida por Rigoletto en una suerte de burbuja, para evitar que los cortesanos hagan con ella lo que él mismo les ayuda a hacer con las hijas de otros, algo tan vil como raptarlas para abusar de ellas en fiestas con prostitutas y jóvenes drogadas que perfectamente podrían haber contado con Harver Weinstein, Jeffrey Epstein o Silvio Berlusconi como anfitriones.
La escenografía viva que propone Sven Jonke es un tanto desconcertante, con ese juego de telas y telones que se inflan y se desinflan, que suben y bajan, creando un espacio inquietante y a veces feísta, en consonancia con la iluminación de Juan Gómez-Cornejo. Y el vestuario de Ana Garay es un acierto, no porque nos pueda gustar más o menos, sino porque está precisamente al servicio de la idea general de esta dramaturgia y por tanto funciona.
Quince bailarinas en el escenario traen consigo a escena la presencia de las mujeres, tan clamorosamente ausentes en la obra, algo que Miguel del Arco quiere poner de relieve, en la línea ya indicada de subrayar la mirada machista que atraviesa toda la historia. Las coreografías de Luz Arcas rozan el paroxismo, pretendido y premeditado, lo doy por hecho, pero pueden llegar a saturar. El trabajo de las bailarinas es en todo caso admirable.
Un Rigoletto, en suma, menos interesante y brillante de lo que parecía prometer. La apuesta es valiosa y meritoria, el trabajo de Miguel del Arco parece honesto pero está lastrado por no pocos lugares comunes y algunas superficialidades. Es impactante el final, con Gilda falleciendo en pie y Rigoletto arrodillado, humillado y rodeado de mujeres desnudas, como si sobre sus hombros, por cómplice, recayera también la vergüenza de lo que otros han hecho a su amparo.
Sea como fuere, en el apartado vocal las cosas fueron francamente bien, empezando por el imperial Rigoletto del barítono francés Ludovic Tézier, un intérprete en la cumbre de su trayectoria, en plenitud de medios, magistral en cuanto a acentos y teatralidad. Impresionante, no hay barítono hoy en día en activo capaz de hacerle sombra.
Adela Zaharia regresaba al Teatro Real tras su brillante Donna Anna en el Don Giovanni de hace un par de años y no defraudó con su encarnación de Gilda, mostrando una voz bellamente timbrada y un canto desahogado y fácil, tanto en las páginas de mayor pirotecnia vocal como en aquellas de mayor carga dramática. Fantástica.
Javier Camarena volvía al rol de Rigoletto, tras su debut con el mismo en 2017, en el Liceu, y tras haberlo cantado también en el Maggio Musicale Fiorentino y en el Metropolitan de Nueva York, en un reemplazo ‘last minute’, en 2022. El timbre, ciertamente, ya no es tan descollante como antaño, pero convenció en cambio el mexicano por sus acentos e inflexiones, intentando construir un Duca sin escrúpulos, realmente vil. Vocalmente estuvo un punto por encima de su reciente debut como Romeo en Bilbao.
Muy bien el resto de voces, empezando por la Maddalena de Marina Viotti, muy comprometida con el acting de su rol y exhibiendo un material atractivo y con mucho potencial. Muy interesante también el Sparafucille de Simon Lim, de resonancias wagnerianas. Cumplidores el Marullo de César San Martin y la Giovanna de Cassandre Bertohn y algo más limitado de medios el Monterone de Jordan Shanahan. Buena labor asimismo de Fabián Lara (Borsa), Tomeu Bibiloni (Conde de Ceprano), Sandra Pastrana (Condesa de Ceprano) e Inés Ballesteros (Paje).
Finalmente, en el foso, Nicola Luisotti brindó una lectura cuajada de buenos detalles pero en la que eché de menos una idea general más clara. Y es que por momentos intento ser muy incisivo, remarcando mucho la escritura orquestal (‘Cortiggiani’) y en otros parecía intentar una visión camerística de la pieza (los dúos entre Rigoletto y Gilda, en la segunda mitad de la representación). En todo caso, la orquesta titular del teatro sonó muy bien compuesta, muy capaz en todas sus secciones y solvente de principio a fin. Lo mismo cabe decir del Coro Intermezzo, realmente bien en esta ocasión, tanto en su cometido vocal como en su desempeño escénico.