Celestina zarzuela elena del real1© Elena del Real.

A mí los desaciertos

Madrid. 09/09/22. Teatro de la Zarzuela. Pedrell: La Celestina. Maite Beaumont (La Celestina). Andeka Gorrotxategi (Calisto). Miren Urbieta-Vega (Melibea). Juan Jesús Rodríguez (Sempronio). Simón Orfila (Parmeno). Sofía Esparza (Lucrecia). Lucía Tavira (Elicia). Gemma Coma-Alabert (Areúsa). Isaac Galán (Sosia). Mar Esteve (Tristán). Javier Castañeda (Pleberio). Coro del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Versión concierto. Guillermo García Calvo, dirección musical.

La vida, en principio, es una. Luego ya, dependiendo de en lo que uno crea, puede ir mucho más allá. En cualquier caso, la vida, aun siendo una, es mucha. Es algo que vengo exponiendo, reiteradamente, en cada recuperación que el Teatro de la Zarzuela lleva a cabo de nuestra lírica nacional. Ojalá poder vivir el tiempo necesario, el infinito tiempo necesario, para poder descubrir todas las músicas que nos describen y representan... sentir, aprender, crecer con todas ellas.

Es una impagable labor la que el coliseo madrileño lleva a cabo desde hace unos años. Nos lo ha enseñado, por ejemplo, subiendo a sus tablas La verbena de La Paloma, de Bretón, pero también su estupendo Farinelli o Tabaré, ambas en coordenadas totalmente diferentes. Circe y La tempestad de Chapí; María del Pilar de Giménez; El sueño de una noche de verano de Gaztambide; Marianela de Pahissa, Las Calatravas de Luna o The Magic Opal de Albéniz. El ejercicio, insisto, resulta extraordinario y es así como el Teatro de la Zarzuela ha significado y dignificado lo que es la lírica nacional, independientemente de la mayor o no tan mayor calidad de las partituras. Detrás de muchas de estas propuestas se sitúa, entre otros, uno de los padres de la musicología moderna de nuestro país: Emilio Casares. Sin su energía, su ilusión y su vehemencia, aquí la música no sería, no se recibiría ni estudiaría hoy en día del mismo modo. En ese necesario deber que siempre pone en práctica y tan bien expone Casares, como puede leerse en el programa de mano de esta Celestina, el interés musicológico sobre la figura de Pedrell resulta desbordante. Sin embargo, a la hora de subir al escenario cualquier obra, anoche quedó claro que el público necesita algo más; un plus en forma de melodía, de instante mágico, de atmósfera o de concepto, si así se prefiere. Una sublime inspiración que dé alas a la imaginación de quien escucha. Una conexión que vaya más allá de lo teórico.

Qué duda cabe sobre el superlativo interés que despierta la figura de Felip Pedrell en la música de nuestro país. O que debería despertar, vaya. Casares se sitúa en su estela musicológica, siendo el autor catalán, además, padre de la crítica musical, pionero de la etnomusicología, historiador y referente de un buen puñado de grandes músicos como Granados, Falla o Gerhard. Y compositor. Recoge el programa de mano unas palabras del propio Pedrell bastante esclarecedoras sobre la imagen que tenía de sí mismo y de su propia música: "A mí no se me ha hecho justicia ni en Cataluña ni en el resto de España... A mí se me ha querido rebajar constantemente, diciendo que yo era un gran crítico y un gran historiador, pero no un buen compositor. Y no es así: yo soy un buen compositor. Yo no pido respeto para mis años, sino para mi obra. Que la oigan, que la estudien y que la juzguen". No obstante, en otro artículo firmado por Pedrell, donde presentaba su trabajo sobre la obra de Fernando de Rojas (por cierto, no he encontrado mención alguna en los textos a su discutida autoría sobre La Celestina), concluye: "A él las adivinaciones; a mí los desaciertos".

El respeto que pedía Pedrell, por descontado, ha de concedérsele, es algo implícito en cualquier escucha y debería anteponerse, siempre, en cualquier crítica. En La Celestina, que estaba previsto que estrenase en el Liceu de principios del siglo XX y años más tarde en la Zarzuela, pero que no vio nunca la luz hasta ahora, encontramos una música oscura, que podría servir, en su concepción, como perfecta base para una tragicomedia del siglo XVI. Sin embargo, el uso que realiza de las armonías en numerosas ocasiones, así como los diferentes recursos musicales a los que acude, unido al libreto propio que resulta difícil a la escucha, la escritura vocal de los diferentes personajes o la orquestación utilizada, terminan por dibujar un drama que tiende a una sensación auditiva monótona, plana, sin apenas colores (que los hay, pero sepultados, carentes de la expresividad suficiente) ni tensión (más allá del efectismo al cerrar los diferentes actos). Todo ello, en una obra que alcanza casi las tres horas de duración (más los 40 minutos que se han recortado para esta presentación) tiende a un discurso musical largo y áspero. Una especie de retablo estático con amplios cuadros sin altos ni bajos que discurren, a menudo, bordeando lo recitado. Pedrell buscaba el camino de la ópera nacional con sus aportaciones y es lo que se nos ha querido mostrar. En este caso, cabe preguntarse si el formato de zarzuela hubiese sido mucho más apropiado.

Por supuesto, estamos ante una partitura muy pensada y no dejan de encontrarse momentos interesantes: el final del primer acto entre tenor y coro, el Kyrie del segundo o la cena en casa de Celestina, con sus arreglos folcloristas. Y por supuesto, la gran escena final de Melibea, seguramente lo más atractivo de la ópera, con una clara mirada puesta en Wagner. Este personaje estuvo en manos de la soprano Miren Urbieta-Vega, quien desplegó un timbre carnoso, lleno de color, luminoso en una proyección canónica y que terminó de deslumbrar por su disposición dramática. Todo ello, en una escritura vocal nada fácil, con saltos interválicos y notas extremas. Sin duda, una soprano lírica con grandes posibilidades que debería protagonizar mayores títulos ya no en este, sino en cualquier teatro.

A su lado, el Calisto de Andeka Gorrotxategi, quien volvió a pasar apuros con su parte tras Tabaré, teniendo que renunciar a agudos y frases a medida que avanzaba la obra, sin duda exigentísima en su rol. Por su parte, la mezzosoprano Maite Beaumont sustituyó con apenas semanas a la prevista Ketevan Kemoklidze como Celestina y su trabajo ha sido tan esencial como excelente. No es su voz la más adecuada a las necesidades del rol, pero la cantante navarra hizo y deshizo con su arte y buen hacer, buscando inflexiones, acentos, expresión y comunicatividad musical, terminando por hacerlo suyo.

Completaban el reparto una pléyade de buenas voces nacionales: Juan Jesús Rodríguez y Simón Orfila como Sempronio y Parmeno respectivamente, más plegados a la partitura que sus compañeros, dando igualmente buena muestra de su buen hacer en ambos casos; Sofía Esparza como Lucrecia, con un timbre radiante y agradecido; o Lucía Tavira y Gemma Coma-Alabert como las criadas de Celestina, Elicia y Areúsa, con intervenciones breves, pero complicadas al mismo tiempo en las últimas escenas del segundo acto, mostrando ambas timbre y fraseo, en un bello vibrato y con gran proyección la soprano.

Por su parte, Guillermo García Calvo, titular de la Zarzuela, plegó a la orquesta, situada en el foso y al completo en la instrumentación pedrelliana, para que cada voz, de características muy diferentes entre sí, tuviera su espacio y pudiera elevarse, en lo que la partitura permite. Buscó colores, los atisbos de tensión que asoman en la partitura y dotó de efectismo a los cierres de cada acto, acompañando de forma excelente a la soprano en su lamento final. Redondeó la parte interpretativa el Coro del Teatro de la Zarzuela, quien protagoniza, seguramente y junto a este momento final, las oportunidades más vistosas, bellas y efectivas de la obra, como el mencionado kyrie, la escena de la condena a muerte de Sempronio y Parmeno, o el sugestivo coro a bocca chiusa.

"El bien y el mal, la prosperidad y la adversidad, la gloria y pena, todo pierde con el tiempo la fuerza de su acelerado principio".
La Celestina.